Lunes, 25 de noviembre 2024 - Diario digital del Perú

Segunda vuelta: una lucha de dos símbolos

Actualizado: 22 mayo, 2021

Jorge Rendón Vásquez

En las elecciones del 6 de junio próximo en el Perú competirán no solo dos candidatos, sino también dos símbolos nacionales.

Pedro Castillo, el maestro de escuela, el hombre del sombrero campesino, simboliza al hombre del pueblo que, finalmente, ha podido elevarse a disputar la presidencia de la República, por la acción de un movimiento político popular y su esfuerzo. Es el paradigma soñado de los provincianos de abajo, de los hombres y mujeres del pueblo que emigraron a las grandes capitales sin más recursos que su voluntad, el apego al trabajo, la honestidad y la esperanza de que ellos, sus hijos o sus nietos llegaran a los niveles de educación y oportunidades para promoverse socialmente.

Pero, el hombre del sombrero campesino es, además, una expresión de la larga marcha hacia la igualdad social de los indios, mestizos, pardos y otras gentes llamadas de color que, bajo la dominación hispánica, habían sido catalogados como castas raciales inferiores, destinadas a la explotación y excluidas de la educación, la vida cultural y política y la dirección de las actividades económicas.

Esta situación ha pervivido todos los días en los doscientos años de vida republicana de nuestro país, durante los cuales la conducción del Estado ha sido un coto casi exclusivo de la casta blanca, convertida en poder empresarial. Los únicos presidentes que no salieron de familias aristocráticas blancas fueron: Luis M. Sánchez Cerro, Alan García, Alberto Fujimori, Ollanta Humala, Martín Vizcarra y Juan Velasco Alvarado. Excepto Velasco, los otros gobernaron para el poder empresarial que ya no pudo postular a uno de los suyos. Sánchez Cerro encarnaba al militarismo sometido en cuerpo y alma a la oligarquía. Alan García, quien se hacía pasar por doctor de la Universidad Complutense de Madrid, tenía la suerte de que la plata de la corrupción le llegara sola, y terminó pegándose un balazo para evitar la cárcel. Fujimori, un súbdito japonés nacido en el Perú en un hogar de inmigrantes pobres, fue catapultado por el poder empresarial a la dictadura desde la cual desfalcó al Estado y ordenó la comisión de crímenes de lesa humanidad por los cuales sufre una condena penal de 25 años. Humala, un militar en retiro que había ganado su elección con el voto de una parte de la población de menores recursos, se postró dichoso ante los empresarios y está también enjuiciado por corrupción. Vizcarra, un burgués de provincia con un pasado no muy claro, fue separado de la presidencia y también afronta un proceso penal. Velasco Alvarado se sitúa en la antípoda de los presidentes mencionados anteriormente. Por su inteligencia y esfuerzo llegó a la cúspide del mando militar y, dirigiendo a un nutrido grupo de oficiales, asumió la presidencia de la República y, desde allí, acabó con el feudalismo en nuestro país, le asignó al Estado un rol promotor y concedió a los trabajadores derechos sociales fundamentales.

El éxito de Pedro Castillo se debe a la adhesión de un número cada vez mayor de gentes del pueblo que perciben en él a un igual. Podría anunciar, por eso, el comienzo de un gran cambio social y augurar la esperanza de comenzar a erradicar las enormes desigualdades sociales, profundizadas en los últimos cuarenta años, e imponer la igualdad de oportunidades para todos, y no solo, como ahora, para los blancos y blanquiñosos.

Keiko Fujimori es también un símbolo, aunque de signo opuesto. Como su padre, ha llegado a concitar la atención y el apoyo de una parte de las mayorías sociales que le han servido para disputar la segunda vuelta electoral tres veces y llegar una vez al control del congreso de la República. ¿Por qué su activo electoral tiene como fuente más numerosa a los votantes populares? Por dos factores. Primero, por la alienación de esta parte de la ciudadanía, impartida desde los periódicos y la TV del poder empresarial y asimilada por una deficiente educación; y, segundo, por cierta simpatía racial, manejada con habilidad por sus técnicos en propaganda electoral. Los rasgos asiáticos de Alberto Fujimori y su hija Keiko guardan, en efecto, cierta semejanza con los rasgos indígenas de la mayor parte de nuestra población y crean en una parte de los votantes la ilusión de que están más cerca de ellos. Se añade a eso la suposición de que por contar esos “chinitos” con el apoyo de la casta blanca podrían obtener para ellos algunas ventajas del Estado, además de las bolsas con alimentos y los enseres domésticos que les regalan en las campañas electorales. La dinastía Fujimori es, en suma, un fetiche fabricado por los estrategas de la plutocracia.

Aunque en la primera vuelta la mayor parte de votos populares en conjunto fue para los candidatos blancos del poder empresarial y los aventureros, bastó un 13.37% para colocar a Keiko Fujimori en el segundo puesto y darle la oportunidad de competir en la segunda vuelta.

Keiko Fujimori es, además, un símbolo de otros antivalores. Estudió en Estados Unidos con el dinero que su padre extraía ilícitamente de las arcas del Estado; se solidarizó con su padre contra su madre, maltratada por aquel; nunca ha dicho de donde sale el dinero para pagar su cómoda vida; se le está juzgando por corrupción; justifica los crímenes por los que su padre fue condenado; exculpa las esterilizaciones forzadas de las mujeres del pueblo ordenadas por sus padre; y no tiene otro proyecto que continuar a fondo con el neoliberalismo. Para sus promotores, este dechado de virtudes amerita de sobra su encumbramiento a la presidencia de la República.

Como a la prensa y la TV del poder empresarial les es imposible absolver las objeciones ciertas a su pupila, su estrategia se dirige a menoscabar al candidato del sombrero campesino, a encontrarle peros, “terruquearlo” y denigrar al presidente del partido Perú Libre, acusándolo de corrupción sin fundamento. Solo tiene contra él, no obstante, las sentencias en un proceso penal, tramitado como un juicio de la Inquisición, que se desgranan por su incoherencia y ausencia de fundamentos fáctico y legal. Lo he demostrado con un artículo en el que analizo ese proceso a partir de sus piezas fundamentales. Es evidente que estos ataques y la adrenalina que los lubrica apuntan a crear una brecha entre el hombre del sombrero campesino y la organización política que lo ha postulado, para impactar sobre todo a la clase media. De esta campaña forman parte los carteles electrónicos colocados en los barrios de más alto poder económico, alertando contra un imaginado comunismo y una ilusoria confiscación de las propiedades. Es la cólera al borde de la histeria ante la posibilidad de que un hombre del pueblo honesto llegue a la presidencia de la República; la misma reacción de los sujetos de la casta blanca en el virreinato contra los indios y cholos que osaban alzar la cabeza con dignidad.

Del presente proceso electoral queda como otro efecto, que podría ser trascendental, la consolidación del partido Perú Libre como una genuina expresión de las reivindicaciones populares y como la fuerza que podría impulsar los cambios necesarios en la estructura existente y en las superestructuras política, jurídica y cultural.


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