Pedro Castillo: la agresión de la ultraderecha contra el Presidente de la República
Esta agresión comenzó tempranamente cuando Pedro Castillo ganó las elecciones presidenciales en la primera vuelta el año pasado. La ultraderecha no podía creerlo: un maestro de escuela y cholo por añadidura les había ganado a sus candidatos. Tan segura estaba de manipular los votos populares, los únicos que finalmente cuentan en una elección en el Perú, que presentó varios.
Su primera reacción fue desgañitarse contra el triunfador, calificándolo de terruco, comunista, inepto, recién llegado y otros epítetos más, y advirtiendo que les quitaría a todos hasta sus más pequeños bienes. Pero esta maligna campaña fue insulsa, pues el maestro de escuela ganó en la segunda vuelta y fue proclamado Presidente.
Si algo aprendió de esta derrota la ultraderecha fue que le era perjudicial dividirse y que, por el contrario, debía dividir a quienes consideraba sus enemigos: el partido Perú Libre, el nuevo Presidente de la República y el movimiento Juntos por el Perú. Desde los tiempos de la vieja Roma se sabe: divide et impera. Por lo tanto, sus baterías apuntaron hacia ese objetivo. La faena de demolición fue encargada a su prensa y TV, pertenecientes a no más de cien personas que utilizan, como altoparlantes, a unos cincuenta periodistas y opinólogos alquilados, y la operación de asalto a sus parlamentarios que suman 43 y que podrían reforzarse por algunas decenas de aventureros.
Este planteamiento le ha dado a la ultraderecha resultados favorables, gracias al bajo nivel de formación política y económica, y a la inexperiencia e ingenuidad de sus adversarios, quienes en lugar de unirse frente al ataque rompieron su frente y se desperdigaron, haciéndole concesiones a la ultraderecha con el propósito evidente o subliminal de convencerla de que eran buenos chicos y de que podían confiar en ellos. Si los dirigentes de Perú Libre, Juntos por el Perú y sus parlamentarios se hubieran empeñado en constituir un solo bloque, la situación política en el Perú sería ahora otra.
Anulados del juego Juntos por el Perú y Perú Libre, quedó como objetivo Pedro Castillo, aparentemente solo y aislado.
La vieja oligarquía blanca está habituada a hacerse del poder desde el virreinato y durante la República. Si no lo tiene uno de los suyos, sabe cómo someter a otros que lo tengan, por uno u otro medio y por las buenas o por las malas, y, sobre todo, por la corrupción.
Uno de sus planes contra Pedro Castillo fue muy simple. Poco después de haber llegado éste a la Presidencia, le infiltró a ciertos sujetos de traza simple que, por su aspecto, podrían asemejarse a los amigos y simpatizantes de aquel, con cuyas intrigas posteriores y “revelaciones” podrían construir luego un caso penal. El momento llegó cuando asumió la Fiscalía de la Nación una abogada de méritos intelectuales deleznables (entre sus antecedentes figura un doctorado por la excelsa universidad Alas Peruanas, con una tesis discutible y cuyo conocimiento de los dos idiomas extranjeros para obtenerlo se ignora). Entonces, el Ministerio Público, convertido ya en un factor político, se lanzó a la ofensiva contra el Presidente de la República y contra varios miembros de su familia, blandiendo el arma que posee: su facultad de allanar locales y viviendas, detener y acusar.
Es claro que esta ofensiva fue informada hasta la saciedad por la prensa y la TV de la ultraderecha, llenando sus páginas y espacios, para tratar de crear un clima de indignación entre la población.
A la oligarquía blanca y su ultraderecha no les importa que la Fiscal de la Nación haya acusado al Presidente de la República, infringiendo el artículo 117 de la Constitución Política, una acusación que constituye el delito de prevaricato. Ya han aparecido algunos “constitucionalistas” a los que se ha encargado justificar esa acusación y, contra natura, mostrarla como legal.
La cancha donde se juega este partido es de nuevo el Congreso de la República. De un lado están los tres grupos de la ultraderecha más sus aliados de las otras agrupaciones y del otro el Presidente de la República. Todos esos contra uno, y sin árbitro.
Y, de nuevo, hay un proyecto para retirar al Presidente de la República de su cargo por “incapacidad moral”.
La pregunta que surge es ¿cómo reaccionarán, ante esto, los grupos Perú Libre, Juntos por el Perú o sus restos?
Las recientes elecciones regionales y de gobiernos locales prueban lo que se sucede en el Perú desde siempre: las elecciones tienen resultados aluvionales, determinados por ciertas circunstancias que no se repiten y que, ante la ausencia de partidos políticos con doctrina y cuadros bien entrenados, ganan los aventureros que, obviamente, no vuelven a triunfar. Solo un partido salió de esta regla, pero terminó por hundirse en una impopularidad irremediable por la perseverancia de sus dirigentes en robarle al Estado por todos los medios y en todos los sectores y niveles a los que pudieron llegar.
Hay, sin embargo, en el Perú otra constante en las elecciones: es la aspiración de una parte creciente del electorado popular a creer en grupos y candidatos que podrían darles algunos derechos y oportunidades. Esta parte del electorado se halla conformada por trabajadores dependientes e independientes, pequeños propietarios de empresas y terrenos, comuneros y pensionistas, muchos de fuera de la capital, que aspiran a un destino mejor, y creen o quieren creer en que los candidatos de las agrupaciones denominadas de izquierda o independientes serán serios y cumplirán sus ofertas. A pesar de las traiciones y frustraciones, esta fe y confianza no ha llegado a desvanecerse, y esa parte del electorado ha seguido creyendo en otros personajes y candidatos, más que en las agrupaciones, y ha insistido en darles su voto.
Es evidente que la manera en que las agrupaciones Perú Libre, Juntos por el Perú y otras semejantes traten la guerra contra el Presidente Castillo en este momento definirá su futuro y sus posibilidades de seguir existiendo. Más allá de ellos se alza en el panorama político la figura de un nuevo actor y sus seguidores como la versión futura de una nueva esperanza llamada a recoger el voto aluvional de las mayorías populares y a quien, sin duda, la ultraderecha estigmatizará y de quien los grupos de izquierda no tardarán en sentir celos mortales, renunciando a aprender la lección de la historia.
Y el pueblo popular, “sufrido y aguantador”, ¿tiene algo que decir? No estamos ante “un pleito entre blancos”. ¡No! Estamos ante un ataque contra alguien de ese pueblo que, como quisieran muchos otros provincianos, ha llegado adonde está, por su inteligencia y tesón, para honra nuestra.