¡Oh, Lima de encanto y primor!: Sucedió un 18 de enero … de 1535
Tras arramblar con el oro del santuario de Pachacamac y dejarlo a buen recaudo, Francisco Pizarro enfiló hacia el norte por el tramo del Cápac Ñan (Camino Principal), que corresponde ahora a la carretera a Atocongo, continuada por la avenida Marsano, la Vía Expresa y el jirón Carabaya. Lo seguían unos ochenta mercenarios españoles y varios miles de indios auxiliares.
Mientras avanzaban entre chacras bien cultivadas y regadas por un nutrido sistema de acequias, los indios yungas los contemplaban pasar, asombrados y sin hostilidad. Era la primera vez que veían a esos seres vestidos de metal, con oscuros pelos en la cara y montados en unas bestias enormes, que a muchos les parecían que estas tenían dos cabezas.
Al llegar a la orilla del río, junto a un espacio informe que parecía una plaza, Francisco Pizarro dio la orden de detenerse.
Miró hacia los lados. En la otra banda del río, se erguía una cadena de cerros, y, en la que estaba, corría una acequia de buen caudal, a un centenar de varas. El poblado se componía de un grupo de casas distribuidas entre huertos de frutales, sin concierto, y el valle era ancho y casi plano. Calculó que la distancia hasta el mar sería de unas tres leguas, conveniente para una evacuación de prisa. A Francisco Pizarro le encantó el lugar, y tomó la decisión de establecer en él la capital de su gobernación.
Desmontaron. Él se aposentó en la casa de adobes del curaca Taulichusco, a quien expulsó sin miramientos. Estaba frente a la plaza y su huerta posterior daba al río. Los demás expedicionarios se posesionaron de las otras casas. Pizarro les advirtió que se abstuvieran de fornicar con las indias, salvo si ellas lo consentían, puesto que necesitaba el apoyo de sus maridos, padres y hermanos.
Tres días después, el 18 de enero de 1535, en esa plaza fundó la ciudad a la que llamó de Los Reyes, en homenaje a los tres reyes magos. Lo rodeaban sus mercenarios, dos clérigos, los indios auxiliares y los nativos, que no entendían lo que allí se decía e ignorantes de lo que estaba sucediendo. Un escribano redactó el acta de fundación. Era una época de papeleo en España y todos los actos públicos y los privados de importancia tenían que ser registrados por un funcionario como ese.
A este poblado, que existía desde muchos siglos antes, sus habitantes le llamaban Rímac, como el río de al lado, palabra que quería decir hablador. De ella derivó el nombre posterior de esta ciudad: Lima, cuyo significado nunca dejaron de honrar con su parloteo sus pobladores más castizos.
La prueba de fuego para la flamante capital de los conquistadores del Perú, vino en agosto del año siguiente, cuando las tropas de Manco Inca amanecieron en la orilla derecha del río y encaramadas en el cerro —que se denominó San Cristóbal—.
Eran miles de guerreros, en su mayoría cuzqueños, que insultaban y amenazaban a grandes voces a los españoles, dando curso a su primitiva guerra psicológica. Temiendo lo peor, Francisco Pizarro ordenó a sus mercenarios esconderse y mandó llamar a Taulichusco. Cuando lo tuvo delante lo conminó a defenderlo. El curaca le hizo notar que no necesitaba presionarlo, porque él y sus jefes estaban dispuestos a luchar por quienes consideraban los salvadores extranjeros de la dominación del Tahuantinsuyo.
Tras una inocua escaramuza de hondazos desde una orilla y de arcabuzazos desde la otra, la batalla comenzó diez días después, cuando los guerreros de Manco Inca cruzaron el río, comandados por Titu Yupanqui, quien se hacía llevar en un anda.
Encontraron al pueblo desierto y, confiados en sus armas de palo y piedra y en su número, avanzaron. De pronto, frente a ellos, apareció la caballería de los invasores al galope. El choque fue formidable. Las espadas y las lanzas de los jinetes despedazaron a las primeras líneas de guerreros indios. Éstos retrocedieron, pero, entonces, otro escuadrón de caballería cargó por su retaguardia. Completó la masacre el ingreso por los flancos de los indios auxiliares, cañaris y yungas, que se batieron por los españoles con un extraño odio y fanatismo. Dándose cuenta del desastre, Titu Yupanqui ordenó la retirada, pero no tuvo tiempo de comandarla, porque un jinete se lanzó hacia su anda y lo atravesó con su lanza. La muerte de su jefe desalentó a los guerreros indios quienes se desbandaron y, como pudieron, cruzaron el río.
El ataque de Manco Inca había fracasado y la Lima de Francisco Pizarro se había salvado.
Quienes no se salvaron de ser esclavizados por los españoles fueron sus aliados indios, a quienes Francisco Pizarro repartió entre aquéllos con sus tierras, de todo lo cual los escribanos labraron minuciosas actas.
Cinco siglos después, Lima no puede librarse aún de su marca de fábrica. Sigue siendo la capital de los conquistadores, la ciudad de los virreyes y la audiencia, redivivos en los moradores de sus casonas, casas y departamentos, descendientes de sus primeros ocupantes hispánicos, altaneros y racistas. Pero es también, en buena parte, la ciudad de los descendientes de los taulichuscos, yungas, tahuantinsuyanos y esclavos negros, que se apiñan en las barriadas populares y, muchos, en las elecciones votan a favor de aquéllos.
Recuerdo, entonces, los versos de una polca criolla de dos provincianos que la adoraban, descendientes probablemente de conquistadores o de indios auxiliares: “¡Oh, Lima de encanto y primor, /balcón florido asomado al mar. /Ciudad con ritmo de pasión /y gracia de tapada colonial.”
¡Qué alienación! Haría falta que algún psicólogo destape la fosa de aquel pasado, deje disiparse los efluvios deletéreos y exorcice los espectros de los lejanos personajes que fundaron Lima y siguen entreverados y mandando en el inconsciente colectivo de una gran parte de las mayorías populares.