Multitudes en calles y carreteras: una mirada dialéctica
Las multitudes en las calles de Lima y otras ciudades, que echaron abajo al gobierno de Merino (Acción Popular y sus iguales), protestaban contra la expulsión del presidente de la República Martín Vizcarra, perpetrada por parlamentarios que tuvieron el descaro de hablar en nombre de la moral.
Comenzaron siendo muy pocos, y, al terminar esa semana de noviembre, eran cientos de miles.
¿Qué motivaba, realmente, a esos ciudadanos, en su mayor parte jóvenes?
El repudio a la corrupción que, para ellos, se reflejaba en ese momento en los rostros de los parlamentarios que votaron por la vacancia de la presidencia, como si hubieran sido gotas de aguas servidas. Fue el episodio que siguió al referéndum de 2018 modificatorio de la Constitución y a la aprobación de la disolución del Congreso de la República en 2019, expresada en las encuestas.
Las raíces de esta indignación surgían del rechazo al modus operandi del poder empresarial que promovía la corrupción, financiando a los partidos políticos tradicionales y de aventureros para encaramarlos en los poderes del Estado. Era, por lo tanto, una expresión de la condena a la burguesía propietaria de los medios de producción y a la pequeña burguesía agrupada en esos partidos políticos, repudio cimentado, muy claramente para algunos y difusamente para otros, en los preceptos de la moral y en la noción de la democracia como un sistema de gobierno de ciudadanos iguales ante la ley y organizados como Estado de derecho. En el fondo fue una manifestación de la lucha de clases.
Dos semanas después, los trabajadores agrícolas comenzaron a salir a las carreteras, exigiendo la derogatoria de la ley que les había confiscado una parte de sus derechos sociales y alargado la jornada de trabajo hasta retrotraerla al siglo XIX. Eran trabajadores en su mayor parte jóvenes, niños aun cuando se dio esa ley. Fue una expresión ya más directa de la lucha de clases que abandonaba la mimetización tras los conceptos políticos de las protestas contra la vacancia.
Para limpiar sus rostros, los parlamentarios que habían votado por la vacancia, derogaron esa ley, quedando los trabajadores agrícolas sujetos al régimen laboral común. En más de veinte años de vigencia de esa ley, los propietarios de los fundos agrícolas que los habían comprado a los antiguos beneficiarios de la reforma agraria, se enriquecieron acumulando el valor no pagado por el trabajo de aquellos obreros y además las reducciones impositivas.
Luego vinieron las manifestaciones de los colectiveros interprovinciales a los que se les niega el acceso al mercado del servicio de transporte en beneficio de las compañías de autobuses y aéreas; se añadió el sordo rumor de los empleados públicos del inconstitucional régimen CAS y la presencia en los cerros de campesinos y trabajadores mineros disconformes con el tratamiento que les dan las empresas mineras. Fue como si las compuertas de la protesta social se hubieran abierto, dejando correr los huaycos laborales en las vías públicas.
Como la lucha de clases no es unilateral, el poder empresarial y sus delegados en el Estado contratacaron disponiendo que la policía disolviera por la fuerza las manifestaciones urbanas contra la vacancia y luego las de las carreteras, con el resultado de tres jóvenes abatidos y numerosos heridos. Esta medida fue complementada con una investigación por el ministerio del Interior, la policía y la fiscalía para determinar quiénes fueron los promotores de las manifestaciones y someterlos a la justicia.
Se extendió la represión a los militantes del Movadef para crear la impresión de que este grupo minoritario estaba tras las manifestaciones populares. Correlativamente, por ciertos medios de prensa y el runrún echado a correr se insistió en la idea de que cualquier manifestación de protesta social o política tiene origen “terruco”, epíteto que les viene muy bien como “cuco” para tratar de atemorizar a incautos. No tuvieron ningún reparo en calificar con este epíteto a parlamentarios opuestos a la vacancia que son total y evidentemente ajenos al Movadef. Los artífices de estos infundios no cayeron en la cuenta, para nada, de que con ellos relievaban indebidamente a ese movimiento que, verosímilmente, nada tuvo que ver con las protestas en las calles y carreteras.
Tratando de salvar de su naufragio lo que fuera, los grupos parlamentarios de los partidos tradicionales y aventureros comenzaron a aprobar ciertas leyes con las que, entendieron, daban satisfacción a los trabajadores en las calles, incluyendo una inconstitucional ley sobre la devolución de aportes al Sistema Nacional de Pensiones a los trabajadores que no alcanzasen los veinte años de aportación, sin ningún estudio legal ni matemático actuarial del asunto y sin fijarse que la situación de estos trabajadores estaba ya considerada en el Decreto Ley 19990 que les atribuía pensiones equivalentes a sus aportes, y que el gobierno de Fujimori suprimió en 1992.
Ante el embate de las multitudes y el desprestigio de los grupos políticos tradicionales y aventureros, el poder empresarial parece haberse replegado a una posición de espera, observando cuáles grupos políticos en decadencia que lo servían, o los nuevos, podrían recibir su cooperación económica e influencia y tener alguna posibilidad en las próximas elecciones.
Por el lado de la contraparte, dividida en una multitud de grupos sin ideología ni programas, el panorama es de un pesimismo irredimible.
Como no es posible que la mayor parte de la ciudadanía alcance una conciencia política más lúcida e informada, erradicando la alienación a la que se la ha sometido y, ante la inexistencia de partidos con ideologías de cambio, es posible que diriman los grupos de aventureros que ya se pavonean como el arma secreta del poder empresarial.
Por lo tanto, lo que salga de las elecciones de abril habrá de continuar la presente situación con un Poder Ejecutivo desprovisto de respaldo político, un Poder Legislativo conformado por representantes que ignoran la normativa del Estado de Derecho y las necesidades del país y de las clases sociales explotadas y un Poder Judicial burocratizado, lerdo y exento de toda responsabilidad por la emisión de sus decisiones contra la ley.
En el plano estructural, la economía capitalista seguirá su desarrollo, como ahora, ganando más con la astenia ideológica y organizativa de las clases trabajadoras.
Manuel Prado, un astuto político de la oligarquía financiera, dos veces presidente del Perú, decía: “En el Perú, los problemas no se resuelven nunca o se resuelven solos”, lo que podría leerse como que la antítesis está todavía lejos de disputarle el protagonismo a la tesis.