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La marcha del bicentenario

Actualizado: 19 junio, 2020

LAPATRIA

Luis Nieto Degregori *

Nuestra república se proclama y se funda, a partir de 1821, cuando sucesivas rebeliones indígenas en contra de la corona española, empezando por la de Túpac Amaru en 1870 hasta llegar a la de Pumacahua en 1814, habían desangrado a la nobleza nativa y consumido sus esfuerzos. Es por esa razón que los sectores criollos que se ponen al frente de la guerra de independencia construyen un Estado de espaldas a las grandes mayorías indígenas. Aníbal Quijano, quien más agudamente ha reflexionado sobre este episodio fundacional de nuestra historia, resume esta paradoja haciendo notar que el nuevo Estado independiente en América Latina no emergía como un moderno Estado-nación: no era nacional respecto de la inmensa mayoría de la población y no era democrático, no estaba fundado en, ni representaba, ninguna efectiva mayoría ciudadana.

Durante nuestros cien primeros años de vida independiente, este Estado al servicio de una minoría sigue un proceso de consolidación que no es socavado ni siquiera por la derrota en la guerra del Pacífico, aunque ese es el momento en que se levantan algunas figuras que ponen el dedo en la llaga como Manuel González Prada cuando, en su ensayo Nuestros indios, manifiesta: “En el Perú vemos una superposición étnica: excluyendo a los europeos y al cortísimo número de blancos nacionales o criollos, la población se divide en dos fracciones muy desiguales por la cantidad, los encastados o dominadores y los indígenas o dominados. Cien a doscientos mil individuos se han sobrepuesto a tres millones.”

Recién entrado el siglo XX, a los pocos años de los fastos de conmemoración del centenario de la república, se publican los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana en los que un joven pensador proclama, tras estudiar la situación de las mayorías indígenas desde ángulos como el legislativo, el étnico, el educativo, el administrativo e incluso el moral, que el problema indígena es el problema de la tierra. Señala con perspicacia José Carlos Mariátegui que “a la República le tocaba elevar la condición del indio. Y contrariando este deber, la República ha pauperizado al indio, ha agravado su depresión y ha exasperado su miseria. La República ha significado para los indios la ascensión de una nueva clase dominante que se ha apropiado sistemáticamente de sus tierras”. Y desnuda a continuación el estado de cosas indicando que “la feudalidad criolla se ha comportado más ávida y más duramente que la feudalidad española” y que “la servidumbre del indio no ha disminuido bajo la República.”

Las mayorías indígenas de nuestro país asumieron dos estrategias para luchar contra el sistema de hacienda y de servidumbre que las envilecía. Las tomas de tierra y las rebeliones contra los gamonales fueron uno de los caminos seguidos y la migración a Lima, el otro. Entre 1912 y 1924 se da una primera oleada de rebeliones y entre 1956 y 1964 la segunda, más extensa y casi a lo largo de todo el territorio nacional. La reforma agraria implementada por el gobierno militar de Velasco Alvarado en 1969 fue la respuesta a estas tomas de tierras, mayormente pacíficas, y trajo consigo a la larga el fin del sistema de hacienda y del oprobioso trabajo servil. Por su parte, las migraciones, que habían comenzado en los años cuarenta del siglo XX y fueron ganando amplitud década tras década, se tradujeron en formidables hervideros sociales como la “cholificación” y el desborde popular en el último tercio del siglo XX.

Desde la literatura, un escritor que de niño había recibido el calor del fogón indígena y había aprendido el quechua a la par que el castellano, se anticipó a los científicos sociales y reflejó en su obra los dos caminos que siguieron los indios para liberarse de la servidumbre y conquistar la ciudadanía en una república que persistía en negarles dignidad y derechos. Ya en Agua, uno de los primeros cuentos que publicó en 1935, Pantacha es un indio que intenta remecer el Ande con su corneta y que se rebela contra el hacendado luego de haber comprobado, en las haciendas de la costa, que la injusticia campea por doquier. El formidable Rendón Willka de Todas las sangres (1964), por su parte, ha pasado años en Lima antes de retornar a sus lares de origen para desembalsar  las aguas que barrerán con el sistema de hacienda.

Más aún, el título que José María Arguedas le dio a su novela se convirtió con el correr del tiempo en una poderosa metáfora que le señaló a la sociedad peruana un horizonte utópico, una dirección en la que podía marchar. Se trata, de hecho, de la única bandera, hasta el día de hoy, que moviliza las mejores energías de nuestra nación en vísperas del bicentenario.

Arguedas se suicidó en 1969 y no llegó a ver cómo cobraba fuerza ese proceso de “cholificación” sobre el que llamó la atención Aníbal Quijano y que, en palabras de este sociólogo, “implica el surgimiento de una nueva vertiente cultural en nuestra sociedad, que crece como tendencia en los últimos años y prefigura un destino peruano, distinto que el de la mera aculturación total de la población indígena en el marco de la cultura occidental criolla, que ha sido hasta aquí el tono dominante de todos los esfuerzos por ‘integrar’ al indígena en el seno de la sociedad peruana.”

El desborde popular sobre el que llama la atención José Matos Mar también en los años ochenta muestra igualmente una Lima y un país andinizados que se mueven en la informalidad ante la incapacidad del Estado de responder a sus legítimas demandas. En palabras de Matos Mar, el Estado criollo “se enfrenta al desborde multitudinario de las masas, que se organizan y rebasan toda capacidad de control por parte de los mecanismos oficiales, creando las bases de una emergente estructura paralela.”

La pandemia puede ser el catalizador para que finalmente el Estado, renovados partidos políticos y movimientos sociales apuesten por un proyecto de nación que deje atrás los vaivenes de las últimas décadas y avance firme hacia un Perú que reconcilie a todas sus sangres

¿Qué le depara al Perú en estas nuevas circunstancias? Matos Mar concluye su ensayo en 1984 con esta advertencia: “El Perú Oficial no podrá imponer otra vez sus condiciones. Deberá entrar en diálogo con las masas en desborde, para favorecer la verdadera integración de sus instituciones emergentes en el Perú que surge. Pero para esto, deberá aceptar los términos de la nueva formalidad que las masas tienen en proceso de elaboración espontánea. Solo en esas condiciones podrá constituirse la futura legitimidad del Estado y la autoridad de la Nación.”

La violencia política que desató Sendero Luminoso en 1980 significó un duro revés no solo para la economía de nuestro país sino, sobre todo, para su tejido social, con un enorme costo en vidas humanas y un golpe casi letal a las organizaciones gremiales y sociales que habían surgido a lo largo del siglo. Las huestes de Abimael Guzmán, con el objetivo de hegemonizar el liderazgo del movimiento popular, asesinaban a dirigentes sindicales de la ciudad y del campo. Es cierto que la derrota de este grupo terrorista se debió en buena parte a la oposición activa de estas mismas organizaciones, como las rondas campesinas en las zonas rurales desde las que SL desplegaba su guerra desde el campo a la ciudad, pero el costo que el movimiento popular debió pagar fue demasiado alto.

El autogolpe de Alberto Fujimori y el apartamiento de la vía democrática sentaron las condiciones para el auge del neoliberalismo y significaron el tiro de gracia para las organizaciones sindicales, tanto de trabajadores como de campesinos. Estas últimas surgieron en el fragor de las tomas de tierras, así como en el proceso de implementación de la reforma agraria.

Violencia política primero y la década del fujimorato después trajeron desinstitucionalización y agravaron el divorcio entre el Perú oficial criollo y ese Perú informal de raíces indígenas y cholas que seguía ramificándose en Lima y las principales ciudades del país, pugnando por ganar el lugar que les corresponde en la sociedad peruana dada su condición mayoritaria. El Perú de la informalidad, además, ha intentado avanzar en las dos últimas décadas en medio de una generalizada crisis del sistema político y de representación. Partidos políticos y movimientos independientes que apostaban por el outsider de turno y han visto al Estado como un botín se han sucedido en el gobierno en los últimos veinte años, de modo que ahora mostramos al mundo el espectáculo de expresidentes en prisión a la espera de los juicios que castigarán sus actos de corrupción.

La pandemia que está removiendo el orden mundial hasta sus cimientos nos sorprendió en vísperas de la conmemoración del bicentenario, con un presidente que al asumir sus funciones puso en el primer lugar de la agenda política la lucha contra la corrupción. Hay cierto consenso nacional e incluso internacional en que las políticas desplegadas para frenar el coronavirus son las adecuadas, lo cual no quita un alto grado de incertidumbre sobre el costo que nos tocará pagar como país, tanto en lo social como en lo económico.

Se debe comprender, además, que las políticas de gobierno se están aplicando en un momento en el que, a nivel mundial, se vive una enorme tensión entre quienes abogan por proteger la economía y quienes apuestan por salvar vidas humanas. Los primeros, de lejos más poderosos pues representan los intereses de las grandes empresas multinacionales que mueven los hilos de la economía mundial, apuestan por la continuidad del modelo neoliberal como ya lo hicieron durante la crisis económica internacional del 2008.

Los segundos enarbolan, principalmente, la necesidad de volver al Estado de bienestar y de fortalecerlo.

En doscientos años de vida independiente, como se ha mostrado hasta aquí, los peruanos ni siquiera habíamos logrado construir un Estado al servicio de todos los peruanos. De hecho, en los años sesenta del siglo XX, en el momento en que las masas indígenas excluidas arrancaban el derecho fundamental a no besar más las manos del patrón, otro escritor, en una novela que es la expresión más clara de la crisis del Perú oligárquico, se preguntaba en qué momento se había jodido el país. Ríos de tinta y de saliva corrieron desde entonces en discusiones en torno al tema sin que nos percatemos de que, salvo para los minoritarios sectores criollos que tenían la sartén por el mango, el Perú se está arreglando día tras días para las grandes mayorías y gracias al esfuerzo cotidiano de estas.

Los meses y años venideros mostrarán si seguimos avanzando, si no en construir un Perú de todas las sangres, por lo menos en conformar una comunidad nacional con más equidad para la convivencia. Finalmente, en eso ha consistido hasta hoy la larga marcha hacia el bicentenario, cuyos protagonistas principales han sido quienes fueron excluidos con la instauración de la república. La pandemia puede ser el catalizador para que finalmente el Estado, renovados partidos políticos y movimientos sociales apuesten por un proyecto de nación que deje atrás los vaivenes de las últimas décadas y avance firme hacia un Perú que reconcilie a todas sus sangres.


Luis Nieto Degregori. Escritor. Autor de libros de cuentos, novelas y ensayos. En coautoría con Inés Fernández Baca escribió Nosotros los cusqueños. Visión de progreso del poblador urbano del Cusco (1997). En revistas académicas del Perú y otros países ha publicado ensayos sobre la literatura peruana y sobre la relación de esta con los procesos de cambio social que vive el país.


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