Jueves, 21 de noviembre 2024 - Diario digital del Perú

La llamada izquierda en el Perú ¿qué es? ¿qué ha hecho?

Actualizado: 25 julio, 2023

Jorge Rendón Vásquez

Los términos derecha, centro e izquierda se han generalizado en el siglo XX, galopando sobre la división de la Asamblea Nacional francesa, luego 1789, entre quienes estaban por la revolución, que ocupaban las bancas de la izquierda, y quienes defendían al rey, que ocupaban las de la derecha. Pero, en el siglo XX, se les ha atribuido otras significaciones.

A los partidarios de dejar la sociedad y el Estado como son, manteniendo los privilegios de las clases ricas, se les ha denominado en conjunto derecha; y, por el contrario, se ha designado como izquierda al conjunto de quienes quieren las reformas sociales que den como resultado una redistribución de la riqueza, por lo general moderada. En el fondo, los mentores de tales definiciones —ciertos intelectuales y el poder mediático europeo— se propusieron con ellas desterrar del vocabulario político los términos socialismo, comunismo y anarquismo que, de un modo u otro, suscitaban la idea de una revolución social.

Esas definiciones en el Perú

En el Perú, solo a partir de las primeras elecciones municipales de la década del ochenta, el poder mediático poseído por la oligarquía comenzó a designar como de izquierda a las agrupaciones que se reunieron en la Izquierda Unida y llevaron a la alcaldía de Lima a Alfonso Barrantes Lingán. Pero con esa denominación, el poder mediático ha buscado insuflar en lo que se denomina la opinión pública desde las ideas de improvisación y desorden hasta las de terrorismo. Contrariamente, según ese poder, el término derecha sugiere el orden, la paz social, la experiencia y un conservadorismo decente. A quienes no están del todo en esta derecha, los coloca en un púdico centro, bastante aceptable para él. En definitiva, con la clasificación derecha, centro e izquierda queda erradicada de la nomenclatura política la realidad de una sociedad dividida en clases sociales antagónicas y la necesidad de un cambio social a favor de las clases subyugadas.

Siendo la razón de ser de las agrupaciones de derecha, centro e izquierda, aceptada legalmente, la posibilidad de llegar al control del Estado para sobreponerse desde allí a la sociedad civil se debería suponer que, por lo menos, sus dirigentes conocen bastante bien la composición de la sociedad, su estructura económica y sus superestructuras política, legal y cultural y que, por lo tanto, cuentan con planes de gobierno y proyectos de leyes que hagan posible sus propósitos. Como el manejo del Estado ha evolucionado hasta convertirse en una actividad de profesionales aplicada a sectores muy diversos y complejos, debería ser obvio que los dirigentes de las agrupaciones políticas o algunos de sus militantes tienen la aptitud, los conocimientos y el nivel para dirigir a esos profesionales.

En nuestro país, no es así. La experiencia demuestra que solo algunas agrupaciones de derecha y de centro tuvieron (y ¿tienen?) algunos de esos dirigentes, por su cercanía histórica con el Estado al que tradicionalmente han manejado como cosa propia en representación de la oligarquía dueña de la mayor parte del poder económico. Y no han necesitado planes ni proyectos de cambio, puesto que para ellos la sociedad, la economía y las leyes no deben cambiar; les conviene dejarlas como están y que evolucionen solas, ya que les permiten continuar usufructuando la riqueza creada por los trabajadores, como hace siglos desde la conquista hispánica, aunque con nuevas formas. Más aún, en nuestro país, al poder empresarial no le ha convenido fomentar la organización de partidos políticos dirigidos por miembros de sus familias y ha preferido alquilar o financiar partidos organizados por aventureros a los cuales les ha sido relativamente fácil obtener el voto de ciudadanos manipulados por su propaganda y el poder mediático.

Pero tampoco los partidos y movimientos de la llamada izquierda han tenido un cuerpo de proyectos para cambiar de alguna forma nuestra sociedad y darles a las clases dependientes un nivel de vida mayor, los servicios públicos que necesitan y la posibilidad de elevarse profesionalmente. No los han tenido porque, por lo general, sus dirigentes desconocen la realidad social, carecen de una ideología coherente con esta que les señale los caminos hacia los cambios que se requieren, e ignoran el manejo del Estado. En suma, nunca se formaron para intervenir de manera competente en el juego político. Excluyo de esta caracterización al grupo de militares y civiles reunidos en el movimiento velasquista que realizaron los cambios más trascendentales de nuestra historia en los planos de la economía y del Estado.

Los fracasos de la llamada izquierda

La llamada izquierda accedió masivamente a intervenir en el Estado con las elecciones de 1978 para constituir la asamblea constituyente. Se presentó dividida en 7 agrupaciones que obtuvieron 35 representantes sobre 100, lo que era bastante. Sin embargo, en el curso de las sesiones, casi todos ellos no supieron de lo que se estaba tratando; y ello porque sus disquisiciones nada tenían que ver con nuestra realidad y mayormente con la realidad de ese momento. De hecho, el contenido del proyecto de Constitución, cuyas líneas generales fueron propuestas por el gobierno militar, de conformidad con el Plan Inca, fue manejado casi totalmente por los representantes del Partido Popular Cristiano (25 representantes) con el acuerdo de algunos representantes del Partido Aprista que había obtenido 37 votos. Fue una excepción el capítulo sobre el trabajo que propusieron los representantes dirigentes de la CGTP y que fue aprobado casi totalmente por el voto de los representantes de la izquierda y del Partido Aprista que eran dirigentes sindicales.[1]

En las elecciones de 1980, los seis grupos de la izquierda obtuvieron el 14.2%; y en las de 1985, la Izquierda Unida, integrada por seis grupos, logró el 25%. Sin embargo, su actividad en el Congreso de la República fue nula.

En las elecciones de 1990, los grupos de izquierda, divididos en  una Izquierda Unida y otra Izquierda Socialista consiguieron en total 9 senadores y 19 diputados. Todos ellos aprobaron las disposiciones del Congreso de 1991 que autorizaron al presidente Fujimori a introducir el neoliberalismo en el Perú, reduciendo los derechos sociales que el gobierno de Juan Velasco Alvarado les había dado a los trabajadores, privatizando casi todas las empresas del Estado y otras medidas correlativas.

Luego, los grupos de izquierda se redujeron hasta desaparecer la mayor parte y los demás a subsistir como pequeñas sectas. En las elecciones de 2011, el Partido Nacionalista de Ollanta Humala concedió algunas candidaturas a uno o dos grupos de estas de las cuales salió un representante.

En las elecciones de 2016, algunos grupos de izquierda apoyaron la candidatura a la presidencia de la República de una exmilitante del Partido Nacionalista que fue sugerida y relievada por el poder mediático como una opción controlable para neutralizar a una masa votante disconforme con su situación que podía llegar al 30% o más.

Las elecciones de 2021 dieron un resultado sorpresivo. Perú Libre, un pequeño partido de profesionales provincianos autodeclarados de izquierda, ganó la presidencia de la República y colocó a 37 representantes en el Congreso de la República sobre un total de 130. Fue una hazaña histórica, puesto que, por primera vez en la historia del Perú republicano, un hombre del pueblo, meztizo y trabajador llegaba a la primera magistratura de la nación. Era evidente que la oligarquía blanca, su poder mediático y sus aliados en las agrupaciones políticas, incluidos muchos de la izquierda capitalina, a la que se ha denominado caviar, no podían admitirlo y comenzaron a actuar para sacar del poder a ese maestro de escuela. Y lo lograron finalmente con la cooperación aberrante de este al leer un comunicado en el que anunciaba que disolvería el Congreso. Aunque esta lectura no configura delito, puesto que no lo hizo ni podía hacerlo, ni hubo tampoco rebelión y ni siquiera una tentativa de esta, los grupos de derecha, centro e izquierda en el Congreso de la República convirtieron ese comunicado en una causa de vacancia de la presidencia de la República y dieron un golpe de Estado: no solo destituyeron ilegalmente a Pedro Castillo, sino que lo enviaron a prisión donde se halla ahora.

La victoria de Perú Libre, en 2021, fue seguida de su fracaso en términos reales. Ni el Presidente de la República al que habían postulado ni sus representantes en el Congreso demostraron estar capacitados para el ejercicio de las funciones de gobierno, ni para enfrentar la campaña que contra ellos emprendió la oligarquía blanca, los grupos de derecha y de centro que la representan en el Congreso de la República y sus aliados directos e indirectos en la izquierda. En lugar de mantenerse unidos, Perú Libre y Pedro Castillo se prestaron al juego del ataque demoledor de la derecha y el poder mediático y se separaron. Juntos por el Perú contribuyó a esta separación al condicionar su apoyo a Castillo a dejar de lado a Perú Libre. El presidente de la República se rodeó de personajes de confianza menos que mediocres que posibilitaron la infiltración de algunos que querían obtener algo. Y, tanto la presidencia de la República como los representantes al Congreso de Perú Libre cerraron las puertas a la cooperación de los intelectuales y otros profesionales que podían suministrar ideas y proyectos de cambio necesarios y factibles.

En suma, estamos ante otro fracaso histórico de la izquierda o de los grupos que si titulan tales: Pedro Castillo encerrado en una prisión; Dina Boluarte, candidata a la vicepresidencia de la República por Perú Libre, entronizada en la presidencia por la derecha; Perú Libre y Juntos por el Perú dándole a la derecha los votos en el Congreso para vacar a Castillo y aprobar proyectos de ley lesivos a quienes votaron por ellos. La deslealtad enarbolada como bandera política.

Una mirada al futuro

Con este panorama de fondo, las multitudes provincianas que llegan a Lima a exigir que Dina Boluarte deje la presidencia, que haya elecciones inmediatas y que se convoque a una asamblea constituyente no encajan en las posibilidades legales y materiales para que suceda eso que piden. Si esas multitudes estuvieran inspiradas por una ideología y los correspondientes proyectos de reforma social, elaborados por intelectuales que conozcan a fondo la realidad social y sepan definirlos, el Perú estaría a las puertas de una revolución social. Pero no lo están. Si se supusiera que Dina Boluarte renunciara a la presidencia y hubiera elecciones ya ¿por quiénes votarían esas multitudes que protestan? Tendrían que votar por los partidos políticos inscritos, es decir por los mismos contra los cuales ellas protestan y por algunos otros resucitados por la oligarquía y el poder mediático, puesto que, excepto Perú Libre y Juntos por el Perú, las agrupaciones de la llamada izquierda carecen de inscripción y, por lo tanto, están fuera del juego. Es verosímil, además, que cada una de ellas nunca podría llegar a reunir las 28,000 firmas que se requieren para ser inscritas en el padrón de partidos políticos.

Con la exigencia de convocar a una asamblea constituyente sucede otro tanto. ¿Qué proyecto aprobarían los grupos de la llamada izquierda y algunos personajes espontáneos si fueran elegidos para integrarla? ¿Lo redactarían ellos o los representantes de la derecha y del centro? Si los sectores populares quieren una nueva constitución lo primero que deben hacer es encargar la redacción del proyecto a los profesionales que puedan hacerlo y tengan sus mismas inquietudes, y luchar por él.

En consecuencia es de prever que los grupos de la llamada izquierda continuarán su yerma vida como pequeños cenáculos o sectas o como ermitaños, rivalizando unos con otros, y odiándose por considerar a los otros apóstatas.

Ante esta perspectiva, parece obvio que las clases trabajadoras, los profesionales y los intelectuales, si quieren mejores servicios públicos, una redistribución equitativa de la riqueza social y las oportunidades de promoverse socialmente, tendrían que resetear su ámbito político, hallar una ideología de la que dimanen los proyectos de reforma que hagan posible esos cambios, organizarse con confianza y disciplina en un nuevo movimiento político y promover la formación de los cuadros que los dirijan.


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