Fiestas de pueblo y el regreso de la capital, anécdotas y significados: una mirada más allá de la Marca Perú
Se habla mucho de las fiestas patronales y costumbristas como un producto para que el capitalino se divierta y tenga contacto con el Perú profundo (la «mentalidad Marca Perú»), pero poco se ha escrito sobre cómo lo vive y qué significa para el que vuelve a su pueblo en fechas festivas.
Una anécdota recogida por el que escribe que sirva para ilustrar un punto.
El pueblo de Ichu, a 20 minutos de la ciudad de Puno debe tener no más que una centena de habitantes, la mayoría ancianos o muy niños.
Se dice que se trata de un pueblo traído de Ecuador durante la época incaica como parte de su política de traslado de poblaciones rebeldes.
Los antiguos pobladores llevaban pequeñas trenzas y, con el tiempo adquirieron todas las costumbres y el lenguaje aymara, aunque la trenza aún se mantenía hasta la década de los 90´s.
Como buenos aymaras, el impulso de comerciar y viajar los empujó a instalarse en otros lugares, principalmente Lima donde emprendieron toda clase de negocios.
El 29 de junio se celebra la festividad de San Pedro y San Pablo con conjuntos de danzas, orquestas, grupos vernaculares y demás. El acto central es la gran corrida de toros que logra llenar un cerro que se hace tribuna en esa fecha.
Como en tantas otras fiestas tiene un plato y ese es el chicharrón. Se arman muchos puestos donde se mezclan los olores.
El pueblo que parece fantasma el resto del año adquiere vida. Las casas abandonadas se limpian y se acondicionan para la fiesta. Su población se multiplica por cien sin exagerar.
Aquí la anécdota: dos paisanos se reencuentran, hablan de sus negocios, recuerdan el pasado, se preguntan sobre sus familiares, sus amigos; miran el parque donde jugaron y luego, el que parece más afortunado le enseña su nueva adquisición.
Es una camioneta nueva, de llantas enormes y todas las características que lo hacen ver costoso. El paisano de a pie lo felicita aunque, lo más seguro es que se muera de envidia por dentro.
Luego de muchas cervezas, el paisano que tiene el vehículo comete la torpeza de manejar ebrio y choca contra un auto.
Lo llevan en la comisaría y, cuando revisan sus documentos resulta que no figura como dueño. Sospechan que su vehículo es robado pero, para evitar meterse en más problemas, confiesa que lo alquiló.
La verdad era que su negocio no iba tan bien como decía. El alto costo de vida en la capital y los prestamos lo tenían en apuros.
El varón se había ido de su pueblo arrastrando sus únicos zapatos y quería regresar sobre ruedas y, por el miedo a que lo vean como un fracasado, por el orgullo de lucirse, por el gusto de que lo vean con envidia, había conseguido la camioneta (eso también explicaba su poca pericia al manejar).
La anécdota revela esa suerte de competencia que se hacen los paisanos. Uno acaba en Lima, otro en Trujillo y, al reencontrarse nadie quiere salir mal. Ese miedo o necesidad sustenta los esfuerzos enormes que se hacen en la ciudad.
Amor, amistad y pueblo
Cuando uno pone en pie en una gran ciudad, está ante un mar de rostros desconocidos. En ese mar, los paisanos son una isla.
Desde el presidente Castillo hasta el trabajador más humilde se sienten empujados a buscar a sus paisanos para favores que van desde guardar el equipaje, encargar la entrega de dinero, celebrar reuniones delicadas o buscar alojamiento.
El migrante guarda recuerdos de sus primeros años en el pueblo. En su terruño probablemente tuvo su primer amor, su primera experiencia sexual, la primera pelea, los primeros goles.
Cuenta un amigo del que escribe que siendo adolescente una joven viuda le enseñó sobre los placeres de la carne.
Fue en una fiesta mientras los padres y hermanos mayores estaban distraídos y, varios de ellos, alcoholizados.
Contar los detalles de la seducción sería difícil, ni él recuerda los detalles. Solo se ve a si mismo, en la cama, sin conocerse a sí mismo, teniendo como el centro de toda su existencia a ese cuerpo caliente que descansaba a su costado, a sus curvas, a lo voluptuoso de las sus partes…
El sueño acabó cuando su madre armó un escándalo en la puerta de la casa de propiedad de la mujer. Actuó como si se tratara de un secuestro, como si el adolescente fuera un niño que solo lo usara para orinar y la mujer, una terrible delincuente.
Luego de muchos años, el adolescente hecho hombre regresó al pueblo en una fiesta y reconoció a la viuda. La buscó por un impulso animal, como para poseerla nuevamente pero cuando la pudo abordar y mirarla bien, a la luz de un reflector, vio a una señora nada atractiva y, hasta un poco encorvada.
Este tipo de vivencias son las que comparten los paisanos. Ellos conocen sus historias y, por lo mismo, es más fácil que tengan complicidad.
En las grandes ciudades es común que un selvático se enamore de una costeña o que un hijo de pescadores junte su vida con una hija de ganaderos, pero también, es común o más común que en medio de tantos desconocidos, los enamorados sean paisanos o que, tras una primera experiencia en el pueblo, se reencuentren en la ciudad, listos para un amor más maduro.
El escenario común, la oportunidad para que estas vivencias se den, son las fiestas patronales que, al final de cuentas sirven para juntar al individuo con un grupo, como el refugio de la identidad que se ve amenazada en la gran ciudad y como esa oportunidad para tomar impulso y asumir el enorme reto de salir adelante… donde sea, como sea.