El flautista de Hamelín y Winston Orrillo
Una leyenda, vertida a las letras por los Hermanos Grimm, cuenta que el pueblo de Hamelín, situado en el centro de Alemania, a unos cincuenta kilometros de Hannover, había llegado al pináculo del horror y la repulsión por las ratas que lo invadian, hacia el año 1284. Los roedores estaban en las casas, los campos y las calles, comiéndose taimadamente todos los víveres que encontraban y regocijándose en grande, y nadie podía nada contra ellas.
Un desconocido llegó, entonces, a ese pueblo, un hombre de unos 35 a 40 años, sin más pertenencias que su bolso echado a la espalda, y se encaminó a la alcaldía. Se había enterado de la existencia de la plaga de ratas y ofreció a la autoridades ediles acabar con ellas a cambio de una recompensa de dos bolsas de oro, muy pequeña, en realidad, en comparación con la magnitud y la importancia del servicio. Las autoridades aceptaron sin regatear, preguntándose, sin embargo, como haría ese hombre, que era posiblemente un mago, para cumplir el encargo.
Al día siguiente, muy temprano, el desconocido apareció en la calle principal, tocando una extraña melodía con su flauta y, para sorpresa de los viandantes, las ratas comenzaron a salir de sus escondrijos y seguirlo. El hombre recorrió las calles del pueblo atrayendo a más ratas que se agolparon tras él. Al cabo de unas dos horas, todas las ratas formaban parte del cortejo que avanzó en dirección al caudaloso río al que el flautista se metió y con él las ratas que perecieron ahogadas. Solo hubo una rata grande y gorda que, aunque quiso resistirse, no pudo librarse de la irrefragable melodía y, en lugar de morir ahogada, prefirió suicidarse.
Cumplido su cometido, el flautista retornó a la alcaldía y entonces sucedió algo que las autoridades habían aprendido de las ratas: se negaron a pagarle. El flautista no discutió, porque sabía que, agazapado tras una cortina, el fiscal esperaba una señal para encarcelarlo, y, haciendo una reverencia, salió del edificio.
Dice la leyenda que el flautista retornó al pueblo el domingo 23 de julio de ese año, y se dirigió a la plaza mayor, donde sacó su flauta y comenzó a tocarla. Era una melodía acariciadora y, de pronto, los niños que jugaban en la plaza se acercaron y lo rodearon, y, cuando el flautista comenzó a caminar, sin dejar de tocar la flauta, lo siguieron. Al cabo de un momento otros niños se añadieron y, luego, todos los niños del pueblo formaban parte de esa multitud que tarareaba las notas de la melodía con los rostros henchidos de felicidad, mientras se alejaban del pueblo. Nadie supo adónde fueron. Se perdieron para siempre. Trascendió después que el flautista se había llevado a los niños, porque pensaba que debía librarlos de las malas costumbres que sus padres les inculcarían.
En una casa de Hamelín hay ahora una placa recordatoria de esta leyenda.
Cientos de años después, ocurrió que en otro pueblo, llamado Ratteregierung, la corrupción había contaminado a las autoridades y a muchas otras gentes que las elegían, porque estimaban que era natural saquear las arcas públicas. A seis de los últimos gobernantes, los fiscales y los jueces habían tenido que procesarlos, más que por lo que habían robado, por haberse dejado atrapar. Iban a celebrarse las elecciones en las que, finalmente, competirían un modesto maestro de escuela y una avezada discípula de la bruja del cuento de Blanca Nieves, experta en lavado de activos. Al maestro lo apoyaban las buenas gentes que habían estado proscritas de la política y creían que la moral debía tener su oportunidad; y a la dama los demás para quienes la corrupción no debía abandonar el poder.
El centro del jubileo era la plaza mayor que, al caer la noche, se llenaba de paseantes, polemistas y chismosos que hablaban sin parar, loando las ventajas de sus preferencias para convencer a los indiferentes. Una de esas noches cayó por allí el poeta Winston Orrillo, atraído por la curiosidad y para informarse de ese bullicio. Era la realidad, ajena a su mundo habitado por las musas y la quietud de su departamento de La Calera, pero el poeta la entendió de inmediato y ya no pudo resistir el impulso de sacar su flauta y comenzar a tocarla. Fue otra extraña melodía, con aires latinoamericanos, interpolada de síncopas. Algunos se acomodaron en una rueda frente a él, a la que se sumaron otros y, luego, todo el gentío de la plaza lo escuchaba, arrobado. Entonces, un laureado escritor y una política frustrada, ya muy andados en la senectud y con más arrugas en el alma que en el rostro, que momentos antes habían estado gritando desaforadamente que la pupila de la bruja debía ser la elegida por derecho de sucesión y que su rival, si ganaba, se quedaría para siempre en el gobierno y les quitaría sus cosas a todos, se lanzaron al ruedo a bailar. Los imitaron unos locutores de los canales de TV y escribidores de los diarios y revistas pagados por quienes financiaban a la candidata. Al cabo de un momento, esa parte de la plaza ardía de danzantes al borde de la histeria, que cantaban, gritaban y amenazaban, mientras saltaban sin ton ni son, tratando de seguir el ritmo de la música que salía de la flauta del poeta.
Cuando este regresó a su departamento, ya tenía el tema de otro poema. Se sentó tranquilamente a su mesa y escribió de un solo tirón los versos que registraron ese momento de la historia del pueblo de Ratteregierung.
Transcribo a continuación ese poema.
TOCO LA FLAUTA
Por Winston Orrillo
Toco la flauta y encanto a los cretinos.
Voy con mis instrumentos alquilados.
Viajo de plaza en plaza como el viento.
Desvencijado estoy, aunque a menudo
brillo como fogata repentina.
¡Oh condición, sistema y albedrío¡
En el circo podéis interrogarme.
En mi carpa naufraga el que lo quiera.
No se cobra la entrada, mejor dicho,
ellos cobran (lo siento, no es mi culpa).
Mi labor es cantar de vez en cuando
o silvar viejos aires corrosivos.
Y me acompaño siempre con la flauta
para que bailen todos los cretinos.
(De Orden del día, Buenos Aires, 1968)