El fin de la tutela de la clase obrera por los intelectuales y el avance de la clase profesional emergente
Todo trabajo es intelectual y físico en proporciones distintas. Es intelectual porque el proceso del trabajo debe estar ya configurado en la mente antes de empezar como un conjunto de juicios y relaciones de causa a efecto, acumulados por el aprendizaje y la experiencia y porque es la mente la que lo conduce desde su concepción inicial hasta su finalización. Es físico porque requiere la participación de los sentidos y los movimientos del cuerpo, en particular de las manos. No hay trabajo exclusivamente mental ni exclusivamente físico. El trabajo preponderantemente mental se auxilia con las manos y el habla: escribir, preguntar, teclear en la computadora, etc.; y el trabajo con un gran componente físico, por el contacto con los medios de producción que se manipulan y utilizan, no deja de ser mental ni un instante.
Por lo tanto, la división del trabajo en intelectual y manual es errónea.
El trabajo constituido por una gran participación de la mente y por el juego de los conceptos y juicios más abstractos se ha polarizado como una actividad para la cual se requiere una formación intensa y, por lo general, de larga duración debido a que la mente no es como la memoria de una computadora que se puede cargar a voluntad. Necesita cierto número de repeticiones y el establecimiento de relaciones con los nuevos conceptos adquiridos y una mente habituada a trabajar con estos procesos y ávida de conocerlos y, lo más difícil y escaso, afanada por llegar a nuevas ideas. En el curso de la historia, este trabajo se ha concentrado, en gran parte, en el plano de la superestructura ideológica, y ha estado a cargo de gentes a las que se ha denominado genéricamente intelectuales, salidos en su mayor parte de las clases sociales dominantes o asimilados por ellas, en cada sistema económico.
Los más grandes intelectuales del sistema esclavista vivieron en la Grecia de la Antigüedad y sus aportes al desarrollo de la civilización occidental, logrados gracias a la libertad de pensamiento, fueron trascendentales para la humanidad. Los intelectuales del feudalismo pertenecieron a la Iglesia Católica como monjes y curas integrados en una estructura burocrática vertical que monopolizó el conocimiento, sometiéndolo a sus dogmas y oscureciéndolo en los 1500 años que duró su hegemonía. El sistema capitalista formó sus intelectuales, reaccionando contra la dogmática religiosa desde el siglo XV y atreviéndose a pensar libremente. Fueron estos intelectuales —la burguesía del talento, como se les denominaba— los que promovieron la Revolución Francesa en 1789 que abatió al feudalismo y, al difundir la noción de igualdad de todos ante la ley, puso la base de la democracia contemporánea.
En el siglo XIX, cuando el capitalismo se desarrollaba ya inconteniblemente, emergió una intelectualidad salida de la burguesía y la pequeña burguesía que se sensibilizó por la condición de la clase obrera. Estaba formada por intelectuales en su mayor parte egresados en las universidades europeas que se acercaban a la clase obrera por compasión, solidaridad, conveniencia o el convencimiento de que esta clase, liberándose de la explotación, podría ayudar al establecimiento de una sociedad igualitaria. Muchos de ellos eran judíos, a los que se discriminaba, perseguía y exterminaba en grado diverso, que se entregaron a la lucha por la democracia, la igualdad y el derecho de ciudadanía.
Esos intelectuales, identificados ideológicamente con la clase obrera, impulsaron la formación de una conciencia de clase y política en esta y, guiándola hacia su liberación de la explotación, se convirtieron en sus dirigentes políticos naturales. Eran los “intelectuales orgánicos” de la clase obrera, a los que aludió más tarde Gramsci.[1] Su simbiosis con esta clase fue un hecho necesario e inevitable, puesto que los obreros, por su formación para las tareas de ejecución en las fábricas y los talleres, no estaban capacitados para las complejas y especializadas tareas de la actividad política y del debate ideológico. En realidad, la intervención de los intelectuales como dirigentes políticos y, en ciertos casos, sindicales de los obreros venía a ser como una tutela de la que nadie hablaba, pero que se aceptaba por unos y otros. En adelante, esta tutela ha sido ejercida por las direcciones de los partidos socialdemocratas, comunistas y otros conformadas en su mayoría por intelectuales. La revolución rusa de 1917 y la alemana de 1918 fueron impulsadas por ellos y, se diría más exactamente, que fueron su obra.
A partir de la segunda mitad del siglo XX, sin embargo, los intelectuales europeos y de otras partes comenzaron a interesarse cada vez menos por los movimientos obreros y se alejaron de estos. También cambió la noción de intelectual. Se redujo a lo que Gramsci llamó “el tipo tradicional y vulgarizado del intelectual” que es el literato, el filósofo y el artista.[2]
En lugar del intelectual incorporado a las empresas para el ejercicio de tareas de dirección, encuadramiento y control se ha generalizado la figura del profesional universitario que, por lo general, no es un intelectual ni, casi siempre, le importa serlo. Y, poco a poco, el conjunto de profesionales universitarios se ha convertido en una nueva clase social, integrada como parte orgánica en las empresas, una clase cuyos miembros, si bien trabajan en relación de dependencia por una remuneración, como otros trabajadores empleados y obreros, es ya un nuevo grupo social en ascenso, creado por la evolución del sistema capitalista y como un contrario dialéctico de este. Esta nueva clase se reproduce no solo en la estructura económica, sino, además, en la superestructura política: el Estado y los partidos políticos; en la superestructura jurídica: el Poder Judicial y el Ministerio Público; y en la superestructura ideológica: las universidades, los medios de comunicación social y la cultura.
El enrarecimiento y, en muchos casos, la desaparición de la tutela de la clase obrera por los intelectuales ha dejado a esta en la orfandad ideológica y la ha reducido a una actitud casi exclusivamente económica, ya no tanto por la obtención de nuevos derechos sociales ni, mucho menos, por un cambio cualitativo en la sociedad, salvo algunos, sino solo por la conservación de los derechos que aún le quedan, frente a la ofensiva del neoliberalismo empeñado en acumular más capital a costa de los ingresos de los trabajadores que crean la riqueza. Mas aún: numerosas organizaciones sindicales han pasado a cooperar con el capitalismo, ejerciendo la función de amortiguar la reacción directa de los trabajadores. En la práctica, sus dirigentes son también profesionales permanentes de la gestión sindical. Tal la razón de que la ley les permita ser ajenos a las empresas o a la actividad profesional de la organización sindical a la cual representan y que presten sus servicios por contrato, como cualquier otro funcionario.
Estas constataciones llevan necesariamente a un replanteamiento de la manera como se podría encarar la evolución de la sociedad en el corto, mediano y largo plazo.
[1] La formación de los intelectuales en Los intelectuales y la formación de la cultura, Buenos Aires, Ed. Lautaro, 1960: “los intelectuales «orgánicos» que cada nueva clase crea consigo misma y forma en su desarrollo progresivo”, pág. 12.
[2] Cit. pág. 15.