¡Corre zorrito,cooorreeee!
La historia parece repetirse. No toda, sin embargo. El episodio que les cuento me recuerda algo que escuché hace ya décadas que, estoy seguro, las generaciones actuales desconocen.
Hace unos días, cierta prensa informó que, en el centro de Lima, un zorro había sido vendido como si de un perrito se tratara. La familia que lo adquirió lo llevó a su casa, y le puso por nombre Correcorre. Asustado, el zorro se dejó acariciar, lo que la familia tomó por mansedumbre, lo fotografió y lo dejó suelto en la casa. Por la noche, cuando ya todos dormían, Correcorre se aproximó al plato con la comida que le habían puesto y constató que era un ralo caldo con unos trozos de camote. Es posible que haya considerado entonces que esa no era la forma correcta de tratar a un huésped, al que habían sometido a un largo ayuno desde que tuvo la mala suerte de meterse en una trampa en la lejana provincia donde vivía. No tuvo que buscar mucho para encontrar lo que el olfato le ofrecía. El gallinero estaba en la parte posterior de la casa. Eligió una buena gallina batarasa de las más grandes y se restauró en forma. Luego bebió una cantidad prudencial de agua y se dispuso a dormir. Pero entonces, mientras se curaba los dientes con la punta de una de sus garras, algo que le salió de las profundidades de su colección de instintos le dijo que debía tener cuidado. Se levantó, ganó el techo de la casa y buscó en las otras casas un lugar donde ponerse a buen recaudo hasta encontrar la manera de volver a su tierra.
Y tuvo razón. Al día siguiente, lo primero que hizo la familia fue buscar a su mascota. Los gritos estallaron cuando encontraron los huesos y las plumas de su gallina más querida y ponedora. Un vecino, a quien le mostraron las fotos de Correcorre, dictaminó que era un zorro. La noticia corrió, ocupando pronto las primeras planas de los diarios y las pantallitas de los celulares. Tras consultar con un parlamentario adversario del gobierno, un periodista alquilado para cubrir un espacio político en un diario, escribió en su columna que el zorro venía del VRAEN y que era, sin duda, un peligroso terruco. Fue el disparo que desencadenó una movilización general en la ciudad para neutralizar la amenaza. Bloquearon las carreteras de salida de Lima y comenzó un rastrillaje con peine fino por las calles y casas del distrito donde estaba la casa que había albergado al zorro.
Percibiendo la agitación de las gentes, Correcorre conjeturó que se debía a él —por algo era zorro— y decidió irse de allí cuanto antes.
Sobre las diez de la noche, dejó su refugio, escabulléndose por los techos. Al terminar la manzana, bajó a la calle y avanzó pegado a las paredes. Unos metros más allá vio un camión cargado con cajas de cartón. El chofer y su ayudante comían en la fonda de al lado. Correcorre subió y se introdujo entre la carga.
El camión pasó los controles de la avenida Túpac Amaru, luego de una ligera revisión, y enfiló hacia los Barrios Altos. Se detuvo en el jirón Ancash, dos cuadras más allá de la avenida Abancay. Correcorre aprovechó el instante en que el chofer ingresó a una pollería, posiblemente para anunciarse, y, con la rapidez de un relámpago, bajó del camión y se perdió en el zaguán de la casa. Ascendió por una desvencijada escalera, llegó al techo y allí se acurrucó entre un montón de heterogéneos objetos sin uso.
Respiró aliviado. Por el momento estaba seguro. Aún no tenía hambre, pero ya encontraría, algún gallinero. La tensión lo precipitó en el sueño en seguida.
Despertó con las primeras luces del alba triste de Lima, pero se quedó quieto. Podía aguantar. Estaba acostumbrado a esas esperas mientras se topaba con alguna gallina, una perdiz, una liebre y hasta un gavilán descuidado.
Sobre las cinco de la tarde escuchó el ruido que le pareció un cacareo que solo podía provenir de un gallinero. Era la posibilidad de una comida. Aguzó el oído y, con todo cuidado, abandonó su escondite, avanzando por los techos en dirección del ruido. Llegó hasta el borde de una casa con grandes patios silenciosos. El cacareo que aumentaba en intensidad venía de un gran edificio en la manzana del frente. Llevó la vista a uno y otro lado. A la derecha, tras una gran reja, varios policías fuertemente armados controlaban a las personas de civil que ingresaban. Tenía que arriesgarse, sin embargo, si quería comer. Descendió a la vereda y corrió hacia el jardín del otro lado; un salto le permitió alcanzar una ventana abierta y entrar al edificio, se escurrió entre gavetas, escritorios y pasadizos y se encontró ante una ventana que daba al sitio donde el cacareo tenía lugar. Correcorre miró hacia el interior y lo que vio lo llenó de estupor: las mujeres y los hombres colocados a la derecha de un hemiciclo interpelaban a un ministro con gritos desaforados, acusándolo de terruco. Correcorre se dijo: ¿cómo pudo haberse equivocado? Si esa jauría reparaba en él, lo despedazaría allí mismo.
Retrocedió tan rápido como pudo, retornando a su escondite.
Por la noche, se puso al acecho. Vio llegar al camión en el que había venido y, cuando estaba a punto de partir, subió a la tolva. Como ya conocía la clase de mercadería que llevaba, abrió una caja y calmó su hambre con un par de pollos.
El camión avanzó por una gran avenida en dirección del mar, torció hacia la derecha, bordeando una pared muy larga y se detuvo. Correcorre se puso tenso. Olfateó. Tras esa pared había animales, muchos animales. Se deslizó a la vereda y se alejó del camión. Unos metros más allá subió a un árbol, algunas de cuyas ramas se extendían sobre esa pared. Caminó sobre ellas y se dejó caer al césped del interior. Era un zoológico. Los monos, que lo percibieron primero, comenzaron a chillar, y, de inmediato, otros animales se sumaron a la algarabía. A lo lejos se encendieron unas luces. Correcorre se dio cuenta de que solo podría esconderse en una de las jaulas. Su astucia de zorro ya le dictaría la manera de convencer a su ocupante. Se decidió por una por cuyas rejas podía pasar. Era la jaula de un jaguar. Pero, antes tendría que disfrazarse para no ser advertido por los guardianes. En un depósito contiguo encontró varios tarros de pintura. Tomó una brocha y, a pinceladas, se cubrió el pelaje de puntos negros. Las luces se acercaban. Correcorre entró a la jaula. Un rugido amainado lo recibió en la oscuridad y vio brillar dos ojos como ascuas. Correcorre supo que era una hembra. Esta se acercó cautelosamente, lo olisqueó a conciencia y le preguntó en inglés:
—¿How are you? (que en Castellano suena Jaguar yu)
Correcorre le respondió:
—No, I am sorry.
La jaguara se tranquilizó y le pidió a Correcorre que le contara por qué estaba allí. El zorrito le relató su drama y el fin que le esperaba si lo atrapaban. La jaguara, que había enviudado hacía poco, según le dijo, le aseguró que podía contar con ella.
Unas semanas después ambos se fugaron del zoológico y desaparecieron.