Sábado, 23 de noviembre 2024 - Diario digital del Perú

Un proletario como otro cualquiera

Actualizado: 18 diciembre, 2022

Jorge Rendón Vásquez

Hace algunos meses asistí a la conferencia de un periodista responsable de la página cultural de un importante diario capitalino. Había supuesto que él tendría algo que decir sobre la cocina de la redacción de donde salían las sábanas impresas de ese diario y las decisiones sobre lo que el público debía leer o ignorar.

Procedía de la provincia de Cangallo y, en sus años universitarios, había sido un aplicado alumno de Literatura y un francotirador de la crítica, parapetado en una revista autoproclamada de izquierda. No lo había hecho mal y, en verdad, prometía. Hasta que para ganarse la vida, luego de concluir sus estudios, logró colocarse en ese diario en el que su talento se vio confrontado en seguida ante la alternativa de escribir lo que se le mandaba o largarse. Tenía esposa, un hijo y otro en gestación. Lo pensó bien y decidió. Se quedaría. Lo hicieron hacer de todo, desde crónicas policiales y deportivas hasta comentarios políticos, casi siempre para rellenar los espacios vacíos, angustiantes para los diarios. Se decantó finalmente como uno de los articulistas de la página cultural tras lustros de postergaciones a favor de periodistas que sólo aportaban sus apellidos extranjeros o su rancio y residual origen oligárquico. Finalmente, luego de veinticinco años le habían confiado la dirección de esa página.

Y allí estaba ahora, delante de unos cuarenta asistentes, sentados en sillas de plástico blanco, en un vetusto inmueble, cuyo patio había sido habilitado como sala de conferencias. De talla más bien corta y cuerpo delgado, su cabello denso y renegrido encerraba una frente pequeña, y sus ojos negros, sin anteojos, exhibían una mirada ya opaca y algo huidiza.

Pasadas las generalidades sobre las tendencias contemporáneas de la literatura y la crítica, que le consumieron unos treinta minutos y precipitaron en la somnolencia a algunos, entró en lo que todos querían escuchar y por lo que estaban allí.

— Lamentablemente —añadió— el diario se halla constreñido a respetar ciertas preferencias —y se perdió otra vez en lugares comunes sobre la profesión del periodista.

A estas alturas, la audiencia ya despabilada no se perdía una sílaba de lo que decía. Concluyó, quejándose de que la sección de Literatura a su cargo hubiese sido engullida por otra de más extenso contenido, llamada De entretenimiento, de la que formaba parte también la sección de deportes, dedicada casi por completo al fútbol. Y allí terminó su exposición.

Hubo algunos aplausos de compromiso a los que se sobrepuso un murmullo nada amigable. Entonces me di cuenta de que la mayor parte de esos cuarenta asistentes conocía al expositor de otros tiempos, cenáculos e ilusiones compartidas, y que tal vez habían estado esperando esa ocasión para juzgarlo, como un gran jurado.

Un antiguo condiscípulo del conferencista, en apariencia de su edad y vestido como él con una camisa blanca y pantalones arrugados, comenzó el ataque. Le preguntó sin ambages si alguna vez él había podido escribir lo que real y sinceramente se proponía. El expositor le respondió con cierta vacilación que el diario tenía por finalidad informar y que, dentro de ciertos parámetros fijados por la dirección, sí podía hacerlo. Su oponente replicó interrogando cómo explicaba la basura publicitaria de libros y revistas anodinos y las magnificadas noticias de literatos y artistas de pacotilla que llenaban las páginas de su sección. Nueva vacilación del interpelado, hasta que dijo:

—Eso viene ya hecho. Es publicidad y pagan por ella.

Se levantó otro asistente, algo grueso, de cabello largo cubierto con un bonete, y, defendiendo al expositor, manifestó:

—Los diarios tienen que darle a la gente lo que quiere, para no perder clientes y rating.

A la mayoría no le agradó esta intervención y lo hizo saber con apagados abucheos.

—No diga tonterías —contraatacó uno de los disconformes—. Es al revés. A los diarios les pagan para intoxicar, embrutecer y manipular a la gente. Y, con su persistencia, terminan por volverla adicta.

El expositor guardó silencio.

—Recuerdo que usted era un hombre de izquierda en la universidad —intervino otro asistente de pelo hirsuto y palidez enfermiza— ¿Sigue siéndolo?

—Sí, pero sólo para mí —repuso el conferencista.

—¿Cómo? ¿Y lo que hace en el diario no tiene nada que ver con su ideología, si algo le queda de ella?

—¡No! —el conferencista se alzó de hombros—. En el diario yo trabajo, como lo haría en cualquier otra parte. Creo que usted haría lo mismo.

—¿Yo? Yo no me vendería jamás.

—¿En qué trabaja usted?

—Soy maestro.

—¿Y puede usted enseñar lo que quiera?

—No, pero lo que yo hago es distinto de lo que usted hace.

—¿En qué está la diferencia? —murmuró el conferencista. Pero no obtuvo respuesta.

Otro asistente, de anteojos, frente amplia y desenvoltura de intelectual complacido en mirar a los demás desde sus alturas, pidió la palabra:

—Un vez fui a buscarte para entregarte un libro de poemas que acababa de publicar, atenido a que nos conocemos desde que militábamos juntos en la universidad. Ni me recibiste. Salió tu secretaria y me dijo que estabas muy ocupado y que, si lo deseaba, dejase el libro. No lo dejé, por supuesto. ¿Haces lo mismo con todos?

—En realidad, siempre estoy ocupado, y no puedo recibir personalmente a todos los que vienen a buscarme.

—A mí no pudiste hacérmela igual —se levantó otro asistente, un hombre de cabello cano, delgado, nariz encorvada y anteojos—. El portero del diario había salido y una empleada, que seguramente no estaba enterada de tu prohibición, me hizo pasar a tu oficina. Me hiciste dejar mi libro y aceptaste publicar una nota. Nunca lo hiciste. Una semana después vi mi libro, en el que te había escrito una dedicatoria, en un puesto del jirón Amazonas.

—Recibo todos los días muchos libros de personas que me los envían o me los entregan para que les haga una nota. Pero el diario no tiene espacio para ocuparse de todos. Ignoro cómo tu libro fue a dar a ese sitio. En el diario somos muchos.

—Ni lo digas —le contestó el otro, algo gordo y con un largo bigote—. Espacio tienen, si no ¿cómo explicas la publicación en páginas enteras de noticias y fotografías de escritores y faranduleros, que no valen ni un céntimo, que, todos saben, seleccionas y sobre los que escribes? Lo único claro de lo que vienes diciendo es que sin periodistas como tú los diarios no existirían, ni existirían tampoco los literatos que el poder mediático necesita para llenar su cartelera cultural.

El interpelado escuchó la imprecación sin ofuscarse, con la mirada ensombrecida por la tristeza y la indiferencia.

—Soy un proletario de la pluma o, diré mejor, de la computadora, un proletario como otro cualquiera —replicó, acompañando su estoicismo con una forzada sonrisa—. En todas partes es igual. Si no estás con el sistema no existes.

Todo el mundo comprendió que no había más de qué hablar. No hubo aplausos de despedida. Se levantaron y comenzaron a abandonar la sala. En el semblante de numerosos asistentes se advertía su fastidio. Habían esperado, quizás, tirar al suelo a su antiguo camarada y despedazarlo. Pero él se había protegido, colocándose de espaldas contra las cuerdas y cubriéndose de los golpes como pudo. Me fue difícil colegir por qué había aceptado exponerse a ese trato, disertando sobre un tema tan ominoso para él, y no excluí la posibilidad de que un travieso demonio le hubiera jugado una mala pasada, convenciéndolo para hacerlo.

Lo vi despedirse de los organizadores del acto con una expresión de conformidad congelada en el rostro, y encaminarse hacia la puerta. No tenía automóvil. Era un proletario de a pie. Avanzó hacia la izquierda, confundiéndose con los viandantes que esperaban los ómnibus.


Comentarios