La evolución económica del Perú: un análisis dialéctico
El Perú de hoy es lo que fue ayer, con algunos cambios por lo general imperceptibles; y asi sucesivamente, remontándonos al pasado. En esta marcha perenne, hay, sin embargo, algunos cambios cualitativos de gran importancia que generan nuevas formas en las relaciones sociales de la realidad posterior.
Son cambios en la estructura económica debidos a la evolución de esta y cambios que ella reclama a la superestructura política, u organización del Estado y los grupos políticos, que los promueven, apelando a la superestructura ideológica que los concibe y valiéndose de la superestructura legal que los impone o legaliza.
El siglo XX en el Perú estuvo dominado por el crecimiento del sistema capitalista, o estructura económica, y, con más ímpetu, luego de las reformas del gobierno del general Juan Velasco Alvarado que constituyeron, por ello, un cambio cualitativo en esta evolución.
La reforma agraria, la más importante de este gobierno para potenciar la economía, abatió definitivamente al feudalismo, poniendo, con ello, la base para expandir el mercado en todo el país y, como una consecuencia previsible de esta medida, para la inversión capitalista correlativa en términos crecientes. Sus otras reformas contribuyeron a este propósito: el rol dinamizador de la economía atribuido al Estado, incluida la actividad empresarial de este; las reformas laborales que tendieron a aumentar la capacidad de compra de las clases trabajadoras y darles una sustancial participación en las utilidades y propiedad de las empresas; la reforma de la educación; la reforma del Estado; y el comienzo de una formación de trabajadores de nivel intermedio.
Es evidente que la clase capitalista, cuyos exponentes más opulentos conforman la oligarquía descendiente de la casta blanca virreynal, no percibió la dirección y la importancia de esos cambios necesarios para el Perú que, a la larga, iban también a beneficiarla y, por eso combatieron sañudamente al gobierno militar y sus realizaciones. Pero tampoco las avistaron las clases trabajadoras que solo vieron en el gobierno militar un generoso benefactor. Entre los grupos izquierdistas solo los partidos Socialista Revolucionario de intelectuales y profesionales, Demócrata Cristiano de profesionales, Comunista de dirigentes sindicales y profesionales provincianos y Acción Popular Socialista de profesionales y algunos pequeños burgueses se dieron cuenta, con diverso alcance, de la importancia de lo que sucedía en el Perú, y apoyaron desde fuera al gobierno militar. Los grupúsculos autodenominados de izquierda y el Apra hicieron causa común con la oligarquía y atacaron como les fue posible las reformas, aunque sin éxito.
Hacia 1975, la oligarquía halló, finalmente, entre una parte de los militares, los oídos y la voluntad de parar el proceso de cambios y revertirlo. Tal fue el papel de Francisco Morales Bermúdez y los cómplices de su contrarevolución de 1975 a 1980, cuyas acciones más importantes fueron limitar la estabilidad en el trabajo y sacar de la junta de accionistas a quienes la oligarquía consideraba “horribles obreros”. Los gobiernos de la inanidad que les siguieron hasta 1990: de Belaunde Terry y del Apra, compitieron en inutilidad, mientras la economía se deslizaba por los carriles subsistentes del velasquismo, formalizados en la Constitución de 1979.
Las ideas que la oligarquía capitalista necesitaba para acabar con las reformas de Velasco le vinieron de fuera. Se concretaban en la contrarevolución neoliberal, que habían iniciado en la teoría económica Milton Friedman y Friedrich von Hayek y, desde los gobiernos, Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Tatcher en el Reino Unido. Luego, la oligarquía halló en Mario Vargas Llosa la marioneta que utilizaría en el campo político, pero este fue vencido por otro aventurero, Alberto Fujimori, quien le ganó las elecciones de 1990, oponiéndose al neoliberalismo de aquel. Una vez en el poder, sin embargo, Fujimori se dejó convencer por los burócratas del Fondo Monetario Internacional y de ciertas corporaciones, se puso al servicio de la oligarquía y se entregó en cuerpo y alma a liberalizar la economía, primero con el apoyo de los partidos políticos en el Congreso de la República, incluidos los pretendidamente izquierdistas, y después con la complicidad de ciertos jefes de las fuerzas armadas que operaron el golpe de Estado del 5 de abril de 1992. Privatizó las empresas estatales; abarató hasta el extremo la fuerza de trabajo, precarizando la legislación laboral y eliminando la participación de los trabajadores en la propiedad de las empresas, destrozando al movimiento sindical con el inducido avenimiento de las cúpulas sindicales y pasando casi todo el dinero de las cotizaciones por pensiones a empresas privadas; asimismo, exacerbó la alienación de las mayorías sociales para mantenerse en el poder con su voto. Los burócratas, procedentes de estudios de abogados patronales y de ciertas universidades privadas y los periodistas que alquilaron, ejecutaron metódica y puntualmente esta tarea, tomando para sí por lo bajo, además, ingentes sumas de dinero del Estado. Para asegurar la pervivencia de este capitalismo neoliberal y voraz, todos ellos hicieron aprobar una Constitución que solo podría ser modificada por el Congreso con una mayoría difícil de alcanzar. Diez años después, Fujimori, que había sido reelegido por segunda vez, tenía completamente aplanado el terreno para un nuevo despegue del capitalismo. Había cumplido su parte, pero justo en ese momento comenzaron a ser destapadas las entregas de dinero del Estado a ciertos políticos y jueces. Y, como era natural, él tomó las de Villadiego, llevándose varias maletas repletas de dólares que los funcionarios del Ministerio de Economía le entregaron.
Para la oligarquía capitalista, Fujimori estaba quemado y ya no les servía. Se fijó entonces en un aborigen de Ancash que el Cuerpo de Paz había llevado a formar en Estados Unidos y era bastante listo: Alejandro Toledo. Lo preparó para lanzarlo como candidato a la Presidencia de la República y, gracias a la alienación de las mayorías sociales, le ganó a otro candidato con un hambre insaciable de dinero del Estado que ya había sido presidente. Por supuesto, lo primero que hizo Toledo fue fijarse en lo que podía meterse en el bolsillo y luego dejar que el capitalismo usufructuase el mercado ya expandido y preparado. Llegaron las inversiones extranjeras a extraer los minerales imprescindibles para fabricar los medios de producción en las metrópolis capitalistas, minerales que el Perú tiene casi a flor de tierra y no se agotarán de aquí a mil años, por lo menos. Esas inversiones estimularon otras en otras actividades de los sectores primario, secundario y terciario. Entre ellas, la agricultura, trabajada ya totalmente con procedimientos capitalistas, también se desarrolló para cubrir las necesidades de la población que aumentaba, y para atender los requerimientos de otros países.
En los veinte años que siguieron, el Producto Interno Bruto del Perú casi se triplicó.
En este proceso de crecimiento, el capitalismo ha seguido generando el surgimiento de las clases obrera y profesional, como contrarios que necesita para utilizar y explotar, y ha profundizado la división de la economía en dos grandes sectores: el formal y el informal.
El sector de capitalismo formal comprende a las empresas inscritas en las entidades del Estado a cargo de la cobranza de los tributos y del control de las relaciones laborales y otros aspectos concernientes a su existencia y funcionamiento. Aunque contribuye con más del 80% del PBI, abarca un poco menos del 50% de la masa empleada, la que, si bien goza de los derechos laborales y de Seguridad Social, sus remuneraciones se mantienen en niveles bajos por la legislación laboral precarizada y la existencia de la informalidad. Los trabajadores de este sector no han podido recuperar aún los derechos que les fueron arrebatados desde la década de Fujimori, en mucho por la colaboración con el capitalismo de las cúpulas sindicales que han renunciado a luchar por cambios concretos y posibles en la legislación laboral y en la Seguridad Social. A estas cúpulas el capitalismo parece haberles encargado la tarea crear la ilusión de que una ley o un código del trabajo, que reproduciría las reformas laborales de Fujimori y los gobiernos siguientes, llevarán a un mundo de felicidad.
El sector de capitalismo informal es un espacio donde impera la libre oferta y demanda, como en el siglo XIX, donde el Estado del capitalismo no entra ni quiere entrar y no hay derechos sociales. Se constituye por empresas no registradas, por lo general muy pequeñas, y por trabajadores independientes ocupados, en su mayor parte, en actividades artesanales y comerciales y en el servicio del hogar. Llega a más del 50% de la masa laboral empleada y se integra por trabajadores emigrados del campo y por los que no encuentran empleo en la actividad formal.
Para el capitalismo, la existencia del sector informal es imprescindible: 1) porque es un medio de distribución y venta de una parte de sus mercancías sin pagar impuestos; 2) porque comprende a trabajadores sin derechos sociales; 3) porque los salarios pagados a los trabajadores, inferiores a la remuneración mínima, son una base para mantener en niveles reducidos los salarios en la actividad formal; y 4) para emplear a una parte de los trabajadores tomados de la informalidad por salarios ínfimos. El sector informal en el Perú, como en otros países en vías de desarrollo, concentra, en gran parte, al ejército industrial de reserva, cuya función es abaratar el costo de la fuerza de trabajo.
Estas ventajas que el sector informal le aporta al capitalismo han determinado que a partir del gobierno de Kuczynski se haya permitido el ingreso a nuestro país de más de un millón de venezolanos, utilizando un párrafo de la Ley de Migraciones permisivo de la recepción de cierto número de refugiados por pretendidas razones humanitarias que ese gobierno agregó mañosamente a esa Ley. Muchos empresarios reemplazaron con estos inmigrantes a trabajadores peruanos en la actividad formal, pagándoles menos; los demás incrementaron el sector informal.
La consecuencia del trato a los trabajadores por el capitalismo es el enriquecimiento cada vez mayor de los empresarios, sus ejecutivos y ciertos grupos de la burocracia estatal con remuneraciones abusivamente desmedidas. Es por ellos y para ellos el auge de la construcción de departamentos, cuyo precio va más allá de los 150,000 dólares, mientras los ingresos de los trabajadores solo les alcanzan para vivir en “pueblos jóvenes” en construcciones que ellos levantan día a día, en míseros departamentos alquilados o refugiándose en las viviendas de sus padres, y mantenerlos en la subsistencia. A pesar de su magnitud, las clases laborales ignoran aún, casi totalmente, su origen y rol de término contrario dialéctico del capitalismo y, por lo tanto, no son una fuerza de contención de este. Los minúsculos grupos de la izquierda tradicional, en extinción, solo llegan a algunos grupos de trabajadores y no existen como fuerzas políticas. Para ciertos marxistas de escritorio, arrobados en la interpretación de lo que Marx quiso decir, las clases sociales son entelequias de un mundo imaginario al que prohíben a los demás ingresar. La realidad social exterior y cotidiana no existe para ellos. Son ermitaños cuya función es aislar al marxismo en el idealismo.
El ascenso a la Presidencia de la República de un maestro dirigente sindical, postulado por un partido de izquierda con dirigentes salidos de la clase profesional, en su mayor parte provinciana, ha expresado en mucho la esperanza de la mayoría popular, conformada, en su mayor parte, por trabajadores. Eligió a Pedro Castillo más motivada por la satisfacción de colocar a uno de los suyos en la primera magistratura. Esta decisión colectiva es, sin embargo, una manifestación primaria y casi intuitiva en la política del contrario dialéctico del capitalismo y no se podía esperar, por ello, que el gobernante elegido supiera todo de las dificultades, avatares, trampas y trapisondas congénitas a la función de manejar el Poder Ejecutivo y la burocracia. Para la clase capitalista, en cambio, y sobre todo para la oligarquía blanca, este ascenso constituye una amenaza y un agravio intolerable, porque es la primera vez en la historia del Perú republicano que un trabajador llega a la Presidencia de la República y no puede disponer de él como hacía con los gobiernos anteriores, excepto el de Velasco. Su plan es, por lo tanto, maltratarlo e intentar abatirlo, utilizando sus medios de prensa y los tres grupos que la representan en el Congreso, con el apoyo de ciertas formaciones de aventureros. Todos ellos se yerguen como un muro contra cualquier iniciativa de cambios por la vía legal propuesta por el presidente o por los dos grupos de izquierda. Es una feroz lucha de clases propulsada por el capitalismo llamada a suscitar réplicas posteriores. En este cuadro, hay algunos, que, sintiéndose de izquierda o asombrados, inicialmente apoyaron al presidente o simpatizaron con él, y luego se dejaron convencer por los periódicos y la TV y, desalentados y cerrando el razonamiento a la posibilidad de ver lo que realmente sucede y por qué, preferirían en el gobierno a algún epígono de la oligarquía, como antes, y de preferencia blanco o blancoide.
Por consiguiente, en el momento presente nos encontramos ante la constatación de que no es posible reformar ni superficialmente al sistema capitalista tal como es en el Perú. Ni las clases obrera y profesional, ni los partidos políticos de izquierda o que creen ser de izquierda saben qué plantear ni cómo hacerlo. Y, por su indefinición, la noción de socialismo, incluido el designado con la vacía frase “sin calco ni copia”, ha quedado relegada a la bruma de la utopía.
En la perspectiva de la historia, esta situación lleva a pensar que los cambios concretos y factibles del sistema capitalista están esperando aún ser definidos, desarrollados y difundidos entre las clases trabajadoras, los profesionales con ideales libertarios y los estudiantes para crear en las mayorías sociales la convicción de su necesidad y factibilidad. En suma, el Perú requiere avanzar en lo inmediato hacia una sociedad con oportunidades iguales para todos, sin discriminaciones y, en particular sin discriminación racista, con una educación y formación profesional de calidad y servicios públicos de salud para todos y en la que el trabajo sea revalorizado como la fuente principal de la riqueza y un derecho efectivo. Todo esto sitúa los planteamientos y sus respuestas en el campo de la ideología.