Feliz 2021
Queridos amigos:
Dentro de algunos días, voltearemos la última página del almanaque, y abriremos la primera del nuevo. Por algún tiempo, el año que se va quedará en nuestra memoria, el único lugar donde puede estar, y seguiremos adelante, rebus sic stantibus, o tomando las cosas como están.
Hay, sin embargo, quienes no se contentan y quisieran detener el reloj.
Trae esto a mi memoria el film Le plaisir de Max Ophüls, uno de los grandes directores de cine, que vimos con Perla, mi esposa, algún día de 1958, en el cine Lorraine de la avenida Corrientes de Buenos Aires. Recrea el cuento de Guy de Maupassant Le masque, en el que este gran escritor relata la aventura de un hombre que llegó apresurado una noche a la sala de baile de L’Élysée-Montparnase, que estaba entonces (fines del siglo XIX) en la calle Rochechuart de París. Era delgado, aparentemente muy ágil y tenía el rostro cubierto por una máscara. Dejemos a Maupassant contarnos lo que allí sucedió:
“Parecía una figura de cera del Musée Grévin, una caricatura extraña y fantasiosa del encantador joven de los grabados de moda, y bailaba con un esfuerzo convencido, pero torpe y con una pasión cómica. Se veía oxidado junto a los demás, tratando de imitar sus travesuras; parecía baldado, pesado como un mequetrefe jugando con galgos. Los aplausos burlones lo alentaban. Y él, ebrio de ardor, se retorcía con tal frenesí que, de pronto, llevado por un impulso furioso, fue a dar de cabeza contra el muro del público que se abrió frente a él para dejarlo pasar, y luego se cerró alrededor de su cuerpo, que cayó inerte, tendido sobre el vientre, de bailarín inanimado.
“Los hombres lo recogieron y se lo llevaron. Gritábamos: «Un médico». Se presentó un señor, joven, muy elegante, con un abrigo negro con grandes perlas en su vestido de fiesta. «Soy profesor de la Facultad”, dijo con voz modesta. Lo dejamos pasar, e ingresó a una pequeña habitación llena de cajas, como el escritorio de un agente comercial, donde el bailarín aún inconsciente yacía sobre varias sillas. El médico quiso, primero, quitarle la máscara, atada de manera complicada con multitud de pequeños hilos metálicos, que hábilmente le ceñían los bordes de su peluca y encerraban toda la cabeza en una fuerte ligadura que él había querido mantener en secreto. El cuello mismo estaba aprisionado en una piel falsa que continuaba el mentón, y esta piel de guante, pintada como carne, se pegaba al cuello de la camisa.
“Fue necesario cortar todo esto con unas tijeras fuertes; y, cuando el doctor hubo hecho un corte en este sorprendente conjunto que iba desde el hombro hasta la sien, levantó la máscara y encontró allí el rostro de un anciano, gastado, pálido, delgado y arrugado. La conmoción fue tal entre los que habían traído a este joven enmascarado que nadie se rió, ni dijo una palabra.”
Hace algunos años, contemplé otra versión de esta lucha contra el tiempo, cuando una tarde salí a darme un descanso en la explanada posterior del Musée d’Art Moderne, frente a la Torre Eiffel, en Paris. Un hombre alto, delgado y con la airosa efigie de un deportista se deslizaba raudamente sobre patines de ruedas a los acordes del Lago de los Cisnes de Tchaikowsky, difundidos a gran volumen por un equipo estereofónico que él había llevado. Su rostro afilado y feliz parecía cortar el aire. Calculé que estaba por finalizar la octava década de su vida o quizás entrando a la novena. Lo vi en dos ocasiones más ese año y en mi siguiente visita a París.
Y, ahora, pasemos a algo más alegre.
Uno de los gratos recuerdos que conservo es un vals argentino de 1939. Por su alegría, la música se me pegó desde que lo escuché por primera vez, y sólo le tomé sentido a la letra mucho después. Su título Salud, dinero y amor. La letra resume, me parece, las reflexiones que, de vez en cuando, nos hacemos, cualquiera que sea nuestra posición en la vida.
Con mis deseos de felicidad, salud y satisfacciones en 2021, los invito a escucharlo.
Cordialmente
Jorge Rendón Vásquez