“Tengo el color mismo de mi Madretierra: rito andino y decolonialidad en la poética de Efraín Miranda Luján”
Una investigación llevada a cabo durante varios años revela convicción, seriedad y compromiso con el quehacer académico. Por eso, un trabajo paciente, y no solo motivado por inquietudes circunstanciales (léase lo que está en boga), casi siempre arriba a un aporte sustancial con relación al objeto de estudio. Definitivamente, ese es el caso de la catedrática sanmarquina Guissela Gonzales Fernández. De hecho, una breve revisión a sus publicaciones y ponencias en la última década pondría de manifiesto su interés por explorar las diversas aristas de la poesía de Efraín Miranda (1925-2015). Y, por fin, todo el esfuerzo desplegado desemboca en la publicación de Tengo el color mismo de mi Madretierra: rito andino y decolonialidad en la poética de Efraín Miranda Luján. Como bien se apunta en la introducción, el libro es el primer acercamiento orgánico a la obra del escritor puneño (en particular de Choza y, tangencialmente, Muerte cercana), habida cuenta que hasta el momento no existían sino análisis aislados.
Jean Paul Espinoza *
Una investigación llevada a cabo durante varios años revela convicción, seriedad y compromiso con el quehacer académico. Por eso, un trabajo paciente, y no solo motivado por inquietudes circunstanciales (léase lo que está en boga), casi siempre arriba a un aporte sustancial con relación al objeto de estudio. Definitivamente, ese es el caso de la catedrática sanmarquina Guissela Gonzales Fernández. De hecho, una breve revisión a sus publicaciones y ponencias en la última década pondría de manifiesto su interés por explorar las diversas aristas de la poesía de Efraín Miranda (1925-2015). Y, por fin, todo el esfuerzo desplegado desemboca en la publicación de Tengo el color mismo de mi Madretierra: rito andino y decolonialidad en la poética de Efraín Miranda Luján. Como bien se apunta en la introducción, el libro es el primer acercamiento orgánico a la obra del escritor puneño (en particular de Choza y, tangencialmente, Muerte cercana), habida cuenta que hasta el momento no existían sino análisis aislados. Valiéndose de un arsenal teórico proveniente del pensamiento crítico latinoamericano, y de un mapeo por el contexto de la aparición de sus dos primeros poemarios (1954 y 1978), la autora se propone demostrar que en Choza se desarrolla una semiosis decolonizadora cuyo objetivo es impugnar las jerarquías impuestas entre la racionalidad occidental y el horizonte de sentido andino. Asimismo, se postula que el hablante lírico ejecuta una performance ritual que, anclada en un imaginario andino, procura acabar con la condición colonial e iniciar una etapa histórica caracterizada por la horizontalidad social. A fin de proporcionar una mayor organización al contenido de esta reseña, a continuación elaboraré una síntesis de lo expuesto en la investigación y, posteriormente, ofreceré mis apreciaciones.
El primer capítulo inicia con un firme cuestionamiento al uso del rótulo “Generación del 50”. En congruencia con las ideas de Antonio Cornejo Polar y Carlos García-Bedoya, Gonzales indica que esa denominación es centralista, reduccionista e imprecisa, toda vez que hace referencia únicamente a un grupo de intelectuales limeños que, si bien publicaron en una misma época y compartieron un clima social en concreto, desarrollaron poéticas muy particulares y distintas unas de otras. Pese a la aplicación práctica y útil que pueda tener el término, no cabe duda de que instaura un peligro subyacente: escamotea las divergencias que emergen en un mismo espacio-tiempo. Debido a que el juicio que emite no se inserta en un terreno inexplorado, la autora indaga en las principales reflexiones al respecto, y aun cuando encuentra pluralidad de posiciones, discute prácticamente todas en aras de su diagnóstico inicial. Pero, en realidad, esta primera acción no es más que el preámbulo para examinar el papel que desempeña la poesía de Efraín Miranda en la literatura peruana de los años 50. Sobre esto, se evidencia que la crítica limeña le fue ajena, y la prueba más flagrante es que de todas las antologías (los medios consagratorios por excelencia) que versan de esos años solo dos mencionan al poeta. Afortunadamente, en Puno la situación fue diferente. No obstante, Gonzales señala que si bien en esa región hubo más entusiasmo por la obra de Miranda, nunca se consolidó ahí una crítica rigurosa. Al margen de las referencias, los datos y las valoraciones comunes, no hubo un análisis detenido que pudiera ponderar las virtudes expuestas y explicar la propuesta estética. De manera que las generalizaciones, el escaso desarrollo teórico y el “impresionismo” no habilitaron un panorama más reflexivo en torno al poeta.
El segundo capítulo postula que entre la ópera prima, Muerte cercana (1954), y Choza (1978) existe un vínculo de continuidad. La hipótesis, sugestiva en tanto solo había sido conjeturada por algunos pocos, se demuestra cuando la autora explora los elementos de una “sensibilidad” andina en ambas publicaciones. Ciertamente, los estudiosos de la obra de Miranda asumían que su “primera etapa” se caracterizaba por el influjo notorio de la lírica occidental (Rainer Maria Rilke, en particular) y, por eso mismo, se convirtió en un lugar común aseverar que Choza encarnó un viraje en su poética. No obstante se soslayó que, más allá de la retórica y el contenido, Muerte cercana ya daba visos de una concepción del mundo originada en el imaginario andino (al respecto, conviene advertir el sistema de pensamiento dual relacional tan presente en sus primeros versos). De otro lado, Gonzales anota que el desarraigo y descentramiento experimentados colocan al hablante lírico en una condición similar al del sujeto migrante: no se integra exitosamente a la modernidad (una resistencia a lo occidental) y revela las tensiones de dos universos culturales desiguales. Choza representaría entonces la superación de esa situación inicial y constituiría la afirmación de unaidentidad.
Apoyándose en los planteamientos de Luján Atienza, el tercer capítulo inicia con el esclarecimiento necesario de tres nociones que a menudo suelen confundirse: autor real, autor textual y hablante lírico (juntas configuran el locus enunciativo). Fijado el marco conceptual, se sostiene que las tres instancias mencionadas poseen, en Choza, un carácter intersticial, es decir, que habitan y se desplazan en un “entre-medio” (una zona de contacto, de frontera) producido por el cruce de matrices culturales en conflicto. Cabe destacar que esta peculiaridad no es considerada un elemento adverso; todo lo contrario: permite la emergencia de estrategias destinadas a rebatir las variantes de la colonialidad occidental. Yes precisamente ?y no pese a? la capacidad de no reducir su campo de acción a un espacio específico, la que le propicia conocer la lógica de ambas culturas y adquirir una visión crítica. Para Gonzales, en ese sentido, son cuatro las expresiones que pueden ser entendidas como recursos decoloniales: 1) El testimonio y la memoria, pues, desde la narración de la experiencia personal y colectiva, se rescata el archivo histórico de su comunidad y se plantea un contradiscurso al falso “progreso” occidental; 2) la oralidad, por cuanto supone una reivindicación de las manifestaciones legítimas de la cultura andina y denuncia las arbitrariedades de la ciudad letrada; 3) la pluralidad de enunciadores, puesto que establece una intervención coral cuyo objetivo es exponer los diferentes ángulos de la dominación colonial y 4) la actitud dialógica, en tanto promueve la comunicación abierta con el otro y deconstruye la modernidad monológica.
Para sentar las bases de la estructura ritual presente en Choza, el cuarto capítulo utiliza un concepto de la antropología simbólica: el drama social. De acuerdo con Victor Turner, este término alude a la transformación de un grupo humano que, alterado por una circunstancia problemática, atraviesa un proceso de reconfiguración a fin de instaurar nuevamente un orden concreto. Como todo cambio, aquí se presenta una serie de fases continuas: 1) ruptura de relaciones sociales, 2) crisis extendida, 3) búsqueda de soluciones para reparar la situación y 4) la superación final del conflicto. Para Gonzales, Choza escenifica este ciclo a través de un pasaje de rito, habida cuenta que el hombre andino no “pretende conocer (en el sentido teórico) el mundo, sino insertarse [simbólica y] míticamente en él” (p. 157). Por ende, se procede a analizar algunos poemas en función de esta recreación performativa. Pese a que lo más sensato sería deducir que todo está destinado a proponer un rechazo y una separación rotundas con los representantes del sistema colonial (la indignación explícita del hablante lírico así lo confirmaría), hacia el final del capítulo se arguye que lo que procura Choza es “mostrar una actitud de apertura, con el objetivo de alcanzar un trato horizontal con el occidental” (p. 187). En otras palabras, el cuestionamiento que opera en varios planos discursivos tiene como propósito central anular las jerarquías, mas no excluir radicalmente al otro.
Por último, el quinto capítulo describe las cuatro características del locus enunciativo que le permitirán al hablante lírico esgrimir su prédica decolonial. En primer lugar, la aprehensión simbólica de la realidad afirma una manera distinta de relacionarse con el mundo: no abstrae los objetos sino que une su experiencia vital a ellos. En segundo lugar, el principio de relacionalidad funda un vínculo entre humanos que se sostiene sobre la base de correspondencias y reciprocidades. En tercer lugar, la ética cósmica busca el equilibrio estructural para preservar el orden de todo lo que emite vida. Y, finalmente, la concepción cíclica crea un sentido que se contrapone a la linealidad y el progreso del tiempo en occidente. Con estos fundamentos, Gonzales señala que Choza plantea tres ejes decoloniales: 1) la geopolítica del conocimiento, donde se evidencia el “conocimiento en situación”, es decir, las formas en que el otro instituye una verdad antojadiza y coyuntural a partir de los imperativos de la modernidad; 2) colonialidad del saber, en la que se objeta la represión sistemática que ejerció occidente sobre los conocimientos originarios de las comunidades prehispánicas y 3) la colonialidad del poder, que desvela las relaciones asimétricas que se encubren detrás de la noción de raza.
El primer rasgo destacable de Tengo el color mismo de mi Madretierra…es su permanente diálogo con los autores que conforman el estado de la cuestión. De hecho, varios de los argumentos expuestos nacen de la discusión con las ideas que otros han expresado a propósito de Choza. En ese sentido, Guissela Gonzales no duda en señalar los desaciertos e inconsistencias que ha hallado en su investigación y, desde ahí, brinda nuevos enfoques a su objeto de estudio. Por ejemplo, refiriéndose a un célebre análisis de Dorian Espezúa (“EE o demando ser el Otro”), sostiene que “[…] la exaltación […] y la negación revelan que no se trata de una demanda de reconocimiento a quien porta ‘autoridad, poder y capacidad para ello’ (Espezúa Salmón, 2000, p. 129), más bien, es una increpación […] El hablante lírico se niega a rendirse a las ideologías jerarquizantes […]”. (p. 210; énfasis mío). Desde luego, su observación no solamente plantea un deslinde con lo manifestado por Espezúa. En realidad, propone una manera radicalmente distinta de conceptualizar la identidad de la voz poética; de modo, pues, que su contraargumento abre un nuevo espacio de discusión. De manera análoga, impugna la hipótesis de un artículo de Edmundo de la Sota Díaz:
Añade Sota Díaz: “Mientras el yo poético anhela ser indio, el autor textual anhela ser reconocido con un nombre propio. El interés del yo poético no concuerda con lo que plantea el autor textual” (pp. 207-2018) […] Desde mi punto de vista, la contradicción señalada no existe [..] es desde su condición intersticial que el autor implícito establece sus modos de elaboración estética y es esta situación la que le confiere autoridad para dirigirse a dos alocutarios y usar un doble código: el andino, a través de la representación simbólica […] y el occidental, mediante el empleo del castellano […] (p. 126).
Sin duda, una de las virtudes de su escritura académica reside en su capacidad de refutar con razonamientos agudos aquello que incluso aparentaba ser una perspectiva novedosa, tal como el caso del texto de Edmundo de la Sota, que ganóel primer puesto en un concurso de ensayos para catedráticos. Por eso no sorprende que también rechace uno de los sentidos comunes más arraigados en la crítica mirandiana: el supuesto indigenismo de Choza. En efecto, la autora parte de la premisa de que el indigenismo supone una mirada exterior(ista) y, sobre todo, procura la inserción del indio en el proyecto de nación. Efraín Miranda, por el contrario, en tanto productor textual, no es completamente ajeno al mundo representado y, además, su propuesta constituye una resistencia a las instituciones occidentales del Estado-nación.
Naturalmente, estas reflexiones en torno al estado dela cuestión revelan un trabajo minucioso de pesquisa bibliográfica. Como toda investigación competente, Tengo el color mismo de mi Madretierra… ponea disposición de la comunidad académica un repertorio de fuentes muy variadas: artículos, ensayos, libros, reseñas periodísticas, tesis, y hasta testimonios personales. Esto último acaso sea una de sus apuestas más desafiantes, por cuanto implica siempre un riesgo: explicar una parte de la obra en base a las declaraciones y vivencias del autor. Por supuesto, no sería justo indicar que en este caso particular se incurre en un desliz de biografismo. De hecho, las entrevistas que realizó Gonzales al poeta son citadas en el libro (específicamente en el capítulo que se ocupa de Muerte cercana) para explicar el carácter ontológico del productor textual. Apoyándose en la tesis formulada por Cornejo Polar acerca del sujeto migrante, entiende que Efraín Miranda despliega un discurso signado por el descentramiento y la retórica del desarraigo. De esa manera, la apelación a los datos biográficos se justifica. No obstante, hubiera sido conveniente que también se utilice fragmentos del poemario para sustentar sus ideas. Efectivamente, desde la página 84 hasta la 89, intervalo en el que desarrolla estas reflexiones, tan solo ofrece una cita de Muerte cercana. Todo lo demás se centra en los pasajes de la vida de Miranda y algunas nociones conceptuales sobre la problemática del migrante.
De otro lado, Gonzales Fernández maniobra con pertinencia la conjunción de diversas herramientas teóricas. Si bien es cierto, su propuesta de lectura se basa principalmente en los aportes de Walter Mignolo (semiosis decolonial), no elude el manejo de los planteamientos de otros intelectuales como Antonio Cornejo Polar (totalidad contradictoria) o Aníbal Quijano (colonialidad del poder). Así, establece un diálogo creativo entre Choza y el pensamiento crítico latinoamericano. Y, pese a la coherencia de estos marcos teóricos, considera necesario incorporar perspectivas divergentes, es decir, aquellos enfoques que refutan los presupuestos básicos de la opción de colonial. Lógicamente, el procedimiento no es arbitrario. Inmediatamente después de explicar en qué consisten las controversias sobre lo decolonial, pasa a manifestar sus impresiones y a argumentar por qué no está de acuerdo. En realidad, la estrategia implícita es esgrimir una defensa y una justificación de la validez del andamiaje teórico empleado. Valga de ejemplo lo que afirma respecto a un libro de la socióloga boliviana Silvia Rivera:
Rivera Cusicanqui (2010) realiza un airado cuestionamiento tanto a Aníbal Quijano como a Walter Mignolo […] Al respecto […] quisiera señalar que […] la autora no diferencia entre subalternidad, poscolonialismo y decolonialidad […] Tampoco presta atención al proceso que ha seguido el pensamiento de Quijano, desarrollos que registran cambios sustanciales, y en los que la dimensión política y económica no queda para nada al margen (p. 27).
No obstante, Tengo el color mismo de miMadretierra…no solose fundamenta en un enfoque “contenidista”. Una de sus particularidades estriba en la conjugación del pensamiento decolonial con la pragmática literaria, unodelos aparatos metodológicos que más toma en consideración la dimensión formal del discurso lírico; de ahí que, en consonancia con los aportes de Ángel Luján Atienza, frecuentemente refiera al polo de la emisióny al polo de la recepción. Estos términos demuestran utilidad al momento de examinar las relaciones entre autor real, hablante lírico y alocutarios. Por supuesto, todo ello es dilucidado en función de su hipótesis (la semiosis decolonial en Choza), de manera que las teorías no se hallan separadas en parcelas distintas. Por ello, pienso que esta característica es muy provechosa en tiempos donde prima la polarización de los enfoques que muchas veces se traduce en “formalistas” versus “sociologistas”.
Ahora bien, un apunte respecto a la forma específica de análisis. Como se sabe, la aplicación mecánica de herramientas metodológicas al ejercicio hermenéutico genera, regularmente, lecturas muy forzadas. En otras palabras, a fin de ser “escrupuloso” con el trabajo, muchos críticos siguen a pie juntillas un procedimiento en particular y pierden la capacidad de innovar o, cuando menos, de adaptar el método a su objeto de estudio. Afortunadamente, en el presente libro se evidencia una consciencia de estas limitaciones y se opta por una adecuación razonable de criterios e instrumentos. Esto se prueba, por ejemplo, en la elección de no establecer segmentos en la interpretación de los poemas, sino más bien momentos. Conviene recordar que la segmentación textual es una de las operaciones más frecuentes para la hermenéutica de la lírica en nuestros circuitos académicos (en gran parte gracias a las contribuciones de Camilo Fernández Cozman) y, como tal, se ha convertido en un ejercicio que prácticamente nadie pone en entredicho. Pero, tomando en cuenta que Choza esbozaría una performance ritual (hecho que se relacionaría más con un acto/ejecución que con la letra), lo más idóneo sería concebir una modalidad distinta de abordaje que disponga de nuevos conceptos. Proponer momentos, en ese sentido, trasluce signos de originalidad y correlación justificada.
Para finalizar, quisiera subrayar el cuidado de la edición. Las cuatro instituciones implicadas en la publicación de libro han logrado ofrecer una investigación académica con aspectos solventes en diagramación, corrección de estilo, uso de normativas APA y distribución de contenidos. Por añadidura, cabe mencionar también cualidades de otro orden: arte y diseño de la carátula, resistencia del empaste, calidad de las hojas utilizadas, etc. Sin embargo, tengo la impresión de que el mayor mérito del trabajo editorial colectivo de Tengo el color mismo de mi Madretierra…lo hallamos en su compromiso por difundir la reflexión sobre la obra de un autor, aunque notable, no inserto en el canon y, para muchos, desconocido. Ahí donde podría vislumbrar se riesgos, se vio la posibilidad de reivindicar responsablemente a un gran “olvidado” y, de esa manera, abrir nuevas rutas de investigación.
(*) Universidad Nacional Federico Villarreal/ Casa de la Literatura Peruana. Texto publicado en “Metáfora. Revista de literatura y análisis del discurso” https://orcid.org/0000-0003-3201-2121 – DOI: https://doi.org/10.35286/mrlad.v2i4.53