Memoria del futuro
Si es que realmente a los pobres
Quieres, año, hacer un bien,
Que bajen las subsistencias
Y los arriendos también.
Si sigue la carestía
Y sigue nuestro mal
Seguiremos los peruanos
Cantando: Todo está igual.
Anónimo
Cancionero de Lima, 1932
José Carlos Agüero
Una fila inmensa de enfermos se tambalea ante las puertas de un hospital. Separados por un metro y medio, cansados, afligidos, los enfermos se encogen en las veredas. Llevan horas esperando a que los dejen entrar. Entrar no significa la salud. Entrar será hacer otras filas, esperar en medio del caos por una cama, sentarse en otro rincón u otra vereda, aguardar un turno. Con suerte, caer debajo de una carpa. Asfixiarse, quizá, morir en soledad.
El Perú en mayo del 2020 está lleno de filas de enfermos frente a hospitales. Este censo triste incluye decenas de miles de casas habitadas por pacientes con COVID-19 y tal vez sean millones si se cuentan a los que han pasado a ser secundarios en este drama de la pandemia, aquellos con diabetes, cáncer, tuberculosis, desnutrición o anemia.
Cientos de miles de casas en el país están habitadas por gente sin nada que comer. Las lomas se cubren de banderas blancas, que piden socorro. Hay miedo al contagio, al presente sin recursos, al futuro sin empleo. Conviven las calles vacías, de los que resisten en sus casas la cuarentena, y calles abarrotadas de gente que resiste la cuarentena comprando y vendiendo menudencias cada día.
El esfuerzo del gobierno, de los profesionales de la salud, de las fuerzas de seguridad, es inmenso. Nadie quiere desmoralizar esta acción inestimable. Nadie quiere usar la palabra obvia. Pero lo cierto es que el colapso de los sistemas sanitarios es evidente. Y también el colapso de la invocación colectiva a actuar como un solo cuerpo que se aísla para protegerse. Décadas de robo, indolencia y menosprecio a los derechos sociales no se pueden arreglar en medio de una crisis mundial. El sistema de salud ya estaba colapsado antes de la pandemia. Esta solo ha hecho dramático y mortal su colapso.
El cuerpo social, esa metáfora para invocarnos como un solo país que se une para enfrentar un mal que lo aqueja, también estaba arruinado antes de esta pandemia, si es que alguna vez fue una metáfora útil. Podemos escuchar a representantes de las élites estigmatizar a quienes salen a buscarse la vida asumiendo el riesgo del contagio, sin tomar en cuenta que para sobrevivir a la enfermedad primero hay que sobrevivir, a secas. Si desde lugares sensatos en la administración se piden protocolos para reiniciar actividades económicas, representantes del gremio empresarial protestarán porque estas les parecen trabas, porque no somos un país del primer mundo para darnos el lujo de tener estas exquisiteces.
Una república sin ciudadanos, escribía hace muchos años Alberto Flores Galindo, insistiendo en la feroz división interna que organizaba la injusticia y el poder en nuestra sociedad sobre la base de distinciones: gente con más valor que otra. Carlos Iván Degregori señalaría al ninguneo, ese menosprecio corriente e internalizado, como una de nuestras formas de interrelación que mejor explican nuestras dinámicas como sociedad. Nuestra moneda de cambio social.
La pandemia nos muestra en nuestra más desnuda honestidad. No descubre nada, tampoco devela, solo hace un zoom grotesco sobre los viejos agravios. Cada falla sanitaria, institucional, higiénica, de transporte, de seguridad, penitenciaria. Cada mortal ineficacia de los programas sociales, de la falta de acceso a todo lo accesible para millones, estaba estudiada, analizada, medida. Si se tiene paciencia y tiempo, pueden revisarse las crónicas e informes de la epidemia del cólera de 1991. Encontraremos casi los mismos problemas con casi el mismo lenguaje: “Los hospitales colapsados no se dan abasto y la gente inconsciente no toma en serio la enfermedad”.
La gente culpable, inconsciente. Y poderosamente inmoral, pues rompe los supuestos pactos de convivencia, de protección mutua, los acuerdos de sobrevivencia de la especie. Y a esta plebe se le toma fotos, se la insulta. La acorrala la prensa y la policía, emboscada en mercados porque ha salido, ha escapado a la restricción, a la orden. Desde la ventana de un edificio de clase alta, se suelta un agravio que se replica por las redes ante la vista de un vendedor insurrecto. Que no está en su lugar. Ni físico porque ese no es su barrio. Ni legal porque debería estar en su casa sentado, aguantándose el hambre y el de su familia. Ese descolocado genera el ninguneo clásico pero enardecido, legitimado, que no necesita esconderse. Y se convierte en asco y pedido de represión (o supresión).
En los últimos años de crecimiento económico y de frívola marca país se puso mucho empeño en querer pasar por alto todas las páginas arrastradas por el pasado. ¿Pero cómo hacerlo si las páginas caen sobre nosotros como pesados tomos y nos hunden en el suelo y nos colocan en la fila de enfermos o de parados o de estigmatizados o de socorridos?
No poner trabas a la reactivación económica forma parte de la misma familia de significados de no pongan trabas al progreso y no pongan trabas al crecimiento. En todos estos casos, la traba es el derecho de alguien. El sueldo de alguien, el seguro de alguien, la planilla de alguien, la tierra de alguien, el agua de alguien, la cultura de alguien. Cuando en 1919 los obreros en Lima fueron masacrados por pedir derechos laborales, fueron considerados trabas al progreso. Cuando los pueblos indígenas defendieron hace poco sus recursos de la explotación abusiva, este Estado democrático los interpretó como trabas a la economía, al crecimiento y, tristemente, a una anticuada idea de civilización. Cuando los grandes gremios empresariales hoy piden abrir pronto los negocios, privatizando la supervisión del contagio, exigiendo flexibilidades y menos protocolos y más acción, lo hacen asumiendo dos cosas: que merecen un trato privilegiado y que los trabajadores que estarán en riesgo cuentan poco. Se los puede poner en la ruleta si lo que importa es la economía.
Una amiga adulta mayor que trabaja vendiendo en la calle y a la que no le ha tocado ninguno de los bonos, ni el universal, me manda todos los días al teléfono chistes, memes. Y me pregunta si estará en el bono siguiente, el que se invente para los olvidados. “El bono para los muertos”, me dice, aún con buen humor.
Un bicentenario honesto
Con mucha razón, intelectuales, funcionarios y gente de a pie se pregunta si tiene sentido conmemorar los dos siglos de nuestra independencia, de nuestra fundación como república bajo este contexto. ¿Qué sentido darle, si lo que vemos es la suma de nuestros males o la culminación de una mala historia?
En el Perú, si una mujer o un varón de una zona altoandina, un afroperuano o un indígena de la selva amazónica ha vivido más de 70 años, ha sufrido semiesclavitud, servidumbre, analfabetismo, hambre. Ha sido explotado hasta la extenuación, ha sido humillado frente de sus hijos. Ha sufrido la represión por luchar por sus derechos elementales, por reducir su jornada laboral a menos de 16 horas, por sus tierras, por el agua. Ha sido masacrado en nombre del progreso. Ha podido votar libremente recién en 1980.
Quienes se mueren callados en sus casas porque no tiene sentido ir a un hospital a morir solo y es imposible pagar una clínica privada usurera, es un viejo. ¿No era que la memoria nos importaba? ¿No se dice que una comunidad transmite sus recuerdos, valores y tradiciones pasando estos saberes de una generación a otra?
Ha sufrido dictaduras, violencia política, autoritarismo. Ha vivido la discriminación brutal y el machismo. Ha sido denigrado por hablar su lengua. Una mujer peruana de 60 años posiblemente esté casada con la persona que la violó y todo ello fue legal. Otras mujeres, aún más jóvenes, han tenido hijos de agentes de seguridad que abusaron de ellas durante el periodo de violencia política y otras pueden contar cientos de miles de testimonios sobre la violencia de género que viven a diario y que es minusvalorada por la justicia. Y esa era la normalidad hace tres meses. Un peruano del siglo XX ha conocido de cerca la agonía que dejan las enfermedades de los pobres, la viruela, la anemia, la tuberculosis, la malaria, el dengue, el cólera, el VIH y ahora el COVID-19. Ha aprendido el himno nacional y lo ha cantado en la niñez. Y ha sido un peruano a su manera. Y hasta ahora, sobrevivía a esta historia de la república.
Es por ello tan trágico que sean los viejos, esos que hicieron vivir lo que conocemos como nuestro país, los que ahora sufran los resultados de nuestra larga historia de desapego. La fila de enfermos en los hospitales es una fila, sobre todo, de viejos. Los que hacen filas esperando un bono dado con frialdad y aún con el reproche soberbio de quien trata a un menor de edad que recibe un regalo y se queja, son los viejos. Quienes se mueren callados en sus casas porque no tiene sentido ir a un hospital a morir solo y es imposible pagar una clínica privada usurera, es un viejo. ¿No era que la memoria nos importaba? ¿No se dice que una comunidad transmite sus recuerdos, valores y tradiciones pasando estos saberes de una generación a otra?
Las víctimas del periodo de violencia política, o sus familiares, nos han compartido su terrible soledad. Las hemos visto llorar en sus casas, ancianas, cansadas, enfermas, sin nada que comer, sin poder ir a sus lugares de encuentro por la cuarentena, sin que les toque un bono de nada. Algunas morirán así, estos meses.
Sufrieron la violencia fiera de la subversión y el terrorismo, también la violencia de los agentes estatales. Luego sufrieron décadas esperando por sus parientes desaparecidos, por una noticia, por algo de reconocimiento. Estas ancianas sobre las que se ha escrito tanto y se ha hecho tanta cultura a propósito de la memoria, son un símbolo de este momento y su naturaleza. Están pasando sus últimos días asistidas por la solidaridad, asustadas, encerradas, sin haber recibido aún ninguna de las promesas que la república hizo para ellas: ni restituirles los cuerpos de sus hijos, ni darles una vida digna, ni atenderlas en su vejez como ciudadanas, ni repararlas como merecen como víctimas, ni salvarlas del miedo y el hambre como simples mujeres ancianas en medio de una pandemia.
El 28 de agosto del 2003 el presidente de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, Salomón Lerner, empezó su discurso de entrega del Informe Final con estas palabras: “Hoy le toca al Perú confrontar un tiempo de vergüenza nacional. Con anterioridad, nuestra historia ha registrado más de un trance difícil, penoso, de postración o deterioro social. Pero, con seguridad, ninguno de ellos merece estar marcado tan rotundamente con el sello de la vergüenza y la deshonra como el que estamos obligados a relatar. Las dos décadas finales del siglo XX son —es forzoso decirlo sin rodeos— una marca de horror y de deshonra para el Estado y la sociedad peruanos”.
Con esas palabras invocaba el daño tremendo que sufrimos como sociedad tras largos años de violencia política y de dictadura entre 1980 y el 2000. Decenas de miles de muertes, de desapariciones, de violencia sexual, de masacres y desplazamientos forzados. Y el escándalo, la dolorosa comprobación de que el Estado no estuvo a la altura de tanta demanda de amparo. Que los pobres, los comuneros, los indígenas de la Amazonía, los que no formaban parte de nuestra idea urbana de país, eran y son los que engrosan las listas de los registros oficiales de las víctimas.
Menos de veinte años después, en medio de la pandemia mundial y de una dura cuarentena nacional que deja ya más de 100 mil contagiados y más de tres mil muertes, puede ser útil recordar este mensaje y preguntarnos si en breve no estaremos haciendo otra comisión y leyendo otro discurso que nos encare con lo peor de nuestra realidad como país. Con lo que podemos llamar nuestra tradición de vergüenzas.
No todo es igual. Hoy, la voluntad de lucha de muchas autoridades y de muchos ciudadanos es admirable. Pero posiblemente muchas de las causas que en los 80 hicieron tan amplias la crueldad y el abuso sean similares a las que hoy hacen que los mejores esfuerzos no puedan evitar colapsos y que los más vulnerables padezcan masivamente frente a nuestros ojos. ¿Qué hicimos colectivamente con el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación? Lo esquivamos, evitamos sacar sus consecuencias. Y desde la élite política y económica, fue saboteado. No era el tipo de relato que necesitaban.
No podemos volver a darnos el lujo de ese cinismo. No podemos regresar a un país de publicidad, de ceguera, de explotación y egoísmo. Muchos añoran la vuelta a la normalidad. Pero eso es un espejismo. Nuestra modernidad ha sido cruel, ha destruido la idea de prójimo en nombre de la soledad del individuo, no ha dejado ni brizna de tejido social, pero graciosamente invoca la responsabilidad del sujeto sin haberle proveído de los marcos para construir esa responsabilidad, habiéndolo sumido en la precariedad más esencial.
La normalidad que hemos respirado en las últimas décadas ha sido infame, nutrida por un tipo de agresión cultural capitalista, libre de controles, que hizo superfluas nuestras instituciones y convirtió al Estado en un estorbo más o un mero instrumento para la codicia. A la violencia física se agregó la del control de nuestra subjetividad, incapaz de imaginar nada que no fuera lo permitido por este orden avaro. Muchos avances conseguidos en dos siglos de desarrollo de los derechos desde la ilustración fueron retrocediendo frente a los nuevos derechos (o deberes y represiones) surgidos desde la violencia y la fuerza. La violencia, su uso, su control y su lenguaje se convirtieron en el más poderoso fundamento de nuestras sociedades. La capacidad de imponer, chantajear, corregir o expulsar a los ajenos, diferentes o disidentes se convirtió en nuestra cotidianidad prepandemia.
Dice bien Cecilia Méndez que la violencia es fundacional en relación con nuestra historia republicana y permanente como institución que le ha otorgado sus significados más importantes. ¿Debe seguir siendo el valor que fundamente nuestra vida colectiva?
Esa normalidad añorada, en la que muchachos trabajadores morían carbonizados en sus trabajos casi esclavos. En la que la corrupción y las mafias se integraron con los actores políticos y las autoridades locales. Una normalidad cruel en la que una vida, un saber, una cultura, un mundo de afectos no era contrapeso para las necesidades de expansión de una empresa o una idea bárbara de país monocultural. Una normalidad en la que la poderosa idea de bienestar fue erradicada como un antivalor. ¿Qué puede sostener esa nostalgia si no es solo nuestro miedo actual?
Pero podemos ser más que nuestras limitaciones y nuestros miedos. Jorge Basadre apostó por la idea de un país que cumpliera con las promesas implícitas en su creación independiente. Son las que hoy nos llevan a seguir apostando por la defensa de la mera existencia y la conquista de vidas dignas. En este momento en que casi es imposible no mirar el sufrimiento y sus causas, quizá también sea útil recordar esas promesas para que tanto camino andado sobre dolor y muerte valgan la pena. Si ahora un bicentenario debe movilizarnos, debe ser uno sin máscaras. Honesto. Que intente cumplir con el sueño de un nuevo pacto en el que nadie quede afuera, por fin. No una nueva normalidad, sino la renovación de lucha por más ciudadanía, por más vida, vida digna, reclamada incluso, desde las filas o las casas que por ahora resisten en angustiada incertidumbre.
(*) Escritor e historiador. Autor de publicaciones como Los Rendidos. Sobre el don de perdonar (IEP, 2015); Enemigo (Intermezzo Tropical, 2016); Cuentos heridos (Penguin Random House, 2017); Persona (Fondo de Cultura Económica, 2017). Con este último título, en el 2018 obtuvo el Premio Nacional de Literatura en la categoría de no ficción. Como señala la misma editorial, este libro es un “original trabajo poético, ensayístico y biográficotestimonial” que “aborda la conflictiva relación entre memoria y violencia y las limitaciones de sus marcos de enunciación”.