Bicentenario republicano: dolor, resiliencia y esperanza
Carmen McEvoy *
La a historia es una pesadilla de la que estamos intentando despertar” es una de las potentes sentencias de James Joyce que puede ayudarnos a poner en perspectiva la discusión en torno a nuestro bicentenario. El que, desafortunadamente, estará marcado por un evento inédito. Una pandemia mundial que ha paralizado el planeta mostrando nuestras enormes carencias, así como también la terca apuesta por la vida que ha marcado la historia del Perú. La pregunta que ronda en la mente de muchos es: ¿quién está de ánimo para celebrar en medio de una emergencia sanitaria los doscientos años de una república agrietada que hace agua por todos lados? Considerando nuestro sistema de salud, a punto de colapsar, y una pobreza que avergüenza, ¿somos realmente treinta millones de hombres y mujeres libres? ¿Gozamos todos de la “dignidad republicana” a la que se refirió alguna vez Faustino Sánchez Carrión? Una buena manera de abordar esta “conmemoración” marcada por la tragedia es regresar al hito fundante: un mundo plagado de conflictos y problemas, algunos de ellos, paradójicamente, similares a los que estamos viviendo en la actualidad.
Un retorno a los orígenes de la república permite analizar sus desafíos, sus limitaciones y la promesa de bienestar y felicidad que, luego de una guerra a sangre y fuego, fue celebrada con causa, pisco y música a lo largo y ancho del Perú. Porque María Parado de Bellido, los “patrianos” guerrilleros de la sierra central o el valiente chorrillano José Olaya tenían en su mente un sueño. Una suerte de horizonte esperanzador que dista de esta enorme desigualdad y frágil institucionalidad que nos interpela diariamente porque atenta contra la democracia, base fundamental de la república moderna que nos merecemos.
En 1821, el general San Martín no solo debió enfrentar al ejército del rey sino a una terrible epidemia que diezmó a los soldados que cruzaron los Andes para liberar primero a Chile y luego al Virreinato del Perú. El batallón cuatro de Chile desembarcó con 16 700 plazas y quedó reducido a cuatro efectivos. Los valerosos Granaderos a Caballo y Cazadores murieron por centenares, incluida su oficialidad. ¿Qué enfermedad atacó a los miembros de la expedición libertadora en vísperas de declarada la independencia en la capital del poderoso virreinato? El general Tomás Guido la denominó una “terciana y disentería”, de la cual ni San Martín logró escapar. Luego de solicitarle ayuda en dinero y medicinas a Bernardo O’Higgins, el libertador le confesó: “Mi salud está sumamente abatida. Antes de ayer me levanté después de siete días de cama”. La epidemia perturbó de tal modo al recio militar que escribió: “Estoy loco, créame usted de buena fe que algunas veces me encuentro desesperado y he estado pronto de ir a atacar al enemigo y aventurar la suerte en una acción decisiva para salir cuanto antes de este infierno…”.
La adversidad que rodeó el evento histórico cuyo bicentenario estamos a punto de celebrar fue enfrentada valerosamente por médicos de la talla del afroperuano José Valdez. A punta de quinina, cremor tártaro e incluso agua de mar, Valdez luchó junto con Diego Paroissien y Guillermo Giraldino contra una peste que fue cediendo unos meses antes de la ceremonia del 28 de julio de 1821 en Lima. Si uno ve el colorido cuadro pintado por Daniel Lepiani no es posible imaginar que la fanfarria limeña fuera precedida de tanto dolor, desesperación e incluso mortandad, tal como ha ocurrido a lo largo de nuestra afligida historia republicana. Luego de la proclamación vino la instauración del Protectorado, la lucha entre republicanos y monarquistas, la expulsión del poderoso ministro Bernardo Monteagudo, la renuncia de San Martín, la instalación del Primer Congreso Constituyente, la llegada de Bolívar y el triunfo en Ayacucho el 9 de diciembre de 1824.
Si uno analiza la historia republicana en el largo plazo existen momentos durísimos, como la ocupación de Lima y de la franja costera peruana luego de la derrota frente a Chile, o el ataque brutal de Sendero Luminoso contra el Estado y sus ciudadanos, del cual nos recuperamos a punta de trabajo, esperanza y voluntad. Momentos de reivindicación y orgullo, como la abolición de la esclavitud y el tributo indígena en la Revolución Liberal de 1854 y la instauración de la jornada de las ocho horas en 1918, así como avances notables en la ciencia y en la educación. Pienso en el sacrificio de Daniel Alcides Carrión, la genialidad de Santiago Antúnez de Mayolo o la mirada vanguardista de Constantino Carvallo, que revolucionó nuestra pedagogía. Los logros de las mujeres ilustradas del siglo XIX, muchas de ellas educadoras y escritoras, son el claro antecedente de pintoras, escultoras, poetisas y activistas políticas que, como María Elena Moyano, enfrentaron con valor el horror de una violencia que causó la muerte de miles de peruanos. Luego de ella, Lima se convirtió en la esperanza de oleadas de provincianos que buscaban una vida mejor. Muchos la consiguieron y hay conmovedoras historias al respecto, pero otra buena cantidad quedó atrapada en la pobreza y la ausencia de oportunidades dando lugar a esa informalidad que es a veces fuerza y otra debilidad, como lo ha demostrado recientemente la pandemia.
Estamos muy tristes en vísperas de nuestro bicentenario, pero tal vez ese dolor nos lleve a reflexionar sobre los viejos ideales de justicia e igualdad, y luego de que la plaga haya pasado estemos dispuestos a construir una república en la que todos los peruanos sean representados, apreciados y, sobre todo, amados.
Carmen McEvoy *
Si tuviera que enumerar algunas de las razones por las cuales una república fundada por provincianos bienintencionados, aunque carentes de experiencia política, no logró sus objetivos, que eran encomiables, mencionaría: 1) El desinterés por el bien común; 2) el desprecio por el otro, a quien se considera inferior; y 3) una incapacidad de tender puentes con los que discrepan de uno. Del desinterés por el bien común nace la idea del Estado como botín que cada oleada de pretendientes al poder reparte a su antojo, llevándose por delante los justos intereses del resto. El desprecio, producto de una falsa superioridad -sea de clase, de raza o de género- ha significado la ruptura de una convivencia social sana capaz de crear un colectivo con ideales y propósitos beneficiosos para todos. El enfrentamiento permanente (a veces militar, otro político) ha modelado una personalidad en la que no hay respeto por la opinión ajena, la que más bien debe desacreditarse para enseñorear la posición propia. Somos un país que no conoce el diálogo alturado y mucho menos la construcción de proyectos a largo plazo, siendo el único el meramente personal o familiar. Es por ello que los partidos no existen, ya que los que asumen ese nombre son meros mascarones de proa para un embate electoral en pos del poder. No es una coincidencia, entonces, que la pandemia haga evidente ese “abismo social” al que se refirió Jorge Basadre y que desnude a ese “Estado empírico” copado por miles de intereses particulares a los que poco o nada les importa el interés nacional. Y, más aún, que el Congreso actual funcione en una suerte de mundo paralelo como plataforma electoral. Ello, mientras miles de peruanos no encuentran un lugar para enterrar a sus muertos en los cementerios y cientos más aún luchan por su vida en hospitales carentes de camas y de doctores.
¿Qué nos salva? El amor por la vida y la necesidad de ayudar a los demás que se hace notoria en tiempos de crisis profunda. ¿Quién no recuerda los cientos de comedores populares que surgieron en Lima entre los bombazos de Sendero y los ajustes del fujimorato, alimentando a un Perú hambriento y desolado? Yo veo surgir ese mismo espíritu en esta pandemia, durante la cual conmueven en el alma las jóvenes enfermeras y enfermeros embarcándose en los aviones camino a Iquitos, algunos de ellos portando la bandera del Perú. A los doctores desprotegidos que siguen dando batalla en cada hospital de Lima y provincias. Y me viene a la mente el recuerdo de Juan Bustamante abogando por las comunidades puneñas o el de Miguel Grau dando batalla a pesar de las divisiones internas, la falta de apoyo estatal y el amor de una familia que amaba y que dejaba atrás. Como muchos peruanos, él entendió que el bien común es el valor supremo de una república porque es lo que finalmente te lleva al bien individual y a una convivencia pacífica en la felicidad compartida.
Estamos muy tristes en vísperas de nuestro bicentenario, pero tal vez ese dolor nos lleve a reflexionar sobre los viejos ideales de justicia e igualdad, y luego de que la plaga haya pasado estemos dispuestos a construir una república en la que todos los peruanos sean representados, apreciados y, sobre todo, amados. Es lo menos que nos merecemos a doscientos años de optar por una libertad que debe englobar todas las dimensiones de la condición humana y, al hacerlo, finalmente hermanarnos como una nación diversa y única. Como muy bien dice nuestro lema patrio: “¡Firme y feliz por la unión!”.
(*) Carmen McEvoy. Magíster en Historia por la PUCP y PhD en Historia Latinoamericana con un grado en Ciencias Políticas por la Universidad de California. Reconocida con la beca Guggenheim en el 2002 y la Medalla de Oro de la ciudad de Lima en el 2011, ha publicado lecturas imprescindibles como La utopía republicana. Es presidenta del Consejo Bicentenario, profesora de Historia Latinoamericana en The University of the South, Sewanee, y viene trabajando en una biografía sobre Yma Súmac.