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Venezolanos en Perú: «acá por lo menos comemos, allá me acostaba con hambre»


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ANDINA
24/08/2018

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Los más de 140 venezolanos que han encontrado un refugio temporal en un albergue de San Juan de Lurigancho, en Lima, comparten historias similares: han caminado muchos kilómetros, han dejado a sus familias, han dormido sin comer y, ahora en Perú, están dispuesto a trabajar «en lo que sea».

Gracias a la solidaridad de Renee Cobeña, empresario de Gamarra, el emporio textil más importante del Perú, muchos venezolanos recién llegados a Lima pueden iniciar una nueva vida con la condición de que encuentren trabajo y luego dejen el espacio que ocupaban a otros de sus compatriotas con mayor necesidad que ellos.

Son las historias de María Mendoza, costurera que llegó al Perú en junio; de Héctor Carvajal, que acaba de cumplir 22 años; de los esposos Gustavo Jiménez y Aurora Martínez, que dejaron Maracaibo por sus hijos; así como de Lilia Gutiérrez Pérez, que llegó al albergue con su pareja y dos hijos hace una semana.

María no lo pensó dos veces. Una mañana le propuso a su pareja salir de Valles del Tuy, en Miranda, y viajar hacia Colombia. Allí consiguió trabajo en el servicio doméstico de un hotel o también trabajaba como costurera a veces, mientras él buscaba trabajo sin éxito. Pero el dinero no alcanzaba ni para comer ni para las medicinas. Un año estuvieron soportaron esa situación, cuando de pronto el empleo empezó a fallar.

Decidieron dejar Colombia y venir al Perú. Llegaron caminando o «tirando dedo» en la carretera que conecta nuestra frontera con la colombiana. Fue muy duro el camino. Quince días les tomó llegar. El 31 de mayo llegaron al albergue y allí continúan. Solo consiguen trabajo temporal donde les pagan poco.

“Pero prefiero esto, acá por los menos comemos, en mi pueblo me acostaba sin comer. Estoy dispuesta a trabajar de cualquier cosa”, afirma esta venezolana de 59 años que -asegura- mantiene firme su fe en nombre de su familia y el futuro.

CANSANCIO MORAL

Héctor Carvajal cumplió 22 años justo ayer y una sorpresiva celebración de sus compatriotas le alegró la tarde en el albergue. Llegó el domingo anterior de San José de Cúcuta, Colombia. Una ciudad que limita con Venezuela y que en enero de este año recibió a más de mil venezolanos.

Dejó El Junquito, distrito de Caracas, porque se cansó de pasar hambre, de ver que a sus 21 años la vida se le escurría de las manos. Sus ilusiones de estudiar para ser chef de pastelería se truncaron.

Su talento para hacer tortas, galletas y dulces no le sirvió para financiar sus deseos de progreso porque nadie le pedía un postre. Por eso viajó a Colombia hace tan solo un mes atrás animado por una prima.

Pero las condiciones de trabajo se endurecieron en Cúcuta porque los lugareños no querían saber nada de ellos. Y eligió emigrar al Perú, donde ya hay cerca de 400 mil venezolanos. El domingo cumplirá una semana. Tiene miedo porque no tiene Permiso Temporal de Permanencia (PTP), documento que les permite regularizar su situación migratoria, trabajar y tributar, así como acceder a servicios básicos de salud y educación.

Héctor ingresó por la frontera de Tumbes caminando, solo y lleva como tarjeta de presentación su Cédula de Identidad.

“Me siento triste porque no puedo organizar mi vida por falta de pasaporte, no sé qué hacer, la caminata para llegar aquí fue muy dura. Pero cuando recuerdo a mi abuela Petra, a mi familia, me vuelve el ánimo y la firmeza a mi corazón.”

AMOR POR LA FAMILIA

Este sábado 25 de agosto se les empezará a exigir pasaporte a los venezolanos para ingresar al Perú. Gustavo Jiménez (54) y Aurora Martínez (47) no tendrán problemas. Salieron de Maracaibo hace un año con ese documento para vivir en San José de Cúcuta. Pero dejaron esa ciudad colombiana por las mismas razones que Héctor.

Hace 15 días llegaron al Perú, y viven en el albergue que, si bien es un lugar que los cobija un tiempo, las condiciones son difíciles. En el espacio que comparten con sus compatriotas en el segundo piso se han instalado 10 camarotes. En cada cama, duermen dos personas. Están hacinados.

Ambos son administradores de empresas que, antes de la crisis económica y política en su paí,s podían pagarles a sus hijos el estudio en la universidad. Pero se empobrecieron lentamente. Salieron sin nada de su tierra, cada uno con su mochila colgada del hombre.

“Salimos pobres, pobres. Pero estamos dispuestos a enfrentar las dificultades como el ser rechazados de empleos porque somos mayores. Nuestra esperanza se mantiene firme por nuestros chamos. Por ellos seguiremos”. Y un ligero brillo en sus ojos delata su convicción.

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